(Columna publicada: 3 de febrero, 2018) – Acostumbrado como está uno a vivir hoy en día rodeado de noticias mitad ciertas, mitad falsas, al principio no me lo creía. Pero he acabado persuadido, puesto que la cosa ya no tiene pinta de ser temporal sino duradera. Me refiero a la soledad contemporánea, un achaque que no hace distingos ni de género ni de edad, y que en algunos países ha tomado cariz de tragedia. Hasta el punto que, por ejemplo, en el Reino Unido acaban de crear un Ministerio de la Soledad, que para empezar ya cuenta con más de nueve millones de beneficiarios. Según datos oficiales, esa es la cifra de ancianos que viven completamente a solas todo o una buena parte del año; gente que no tiene con quién hablar para compartir sus miedos, sus angustias, sus aspiraciones. O peor aún: no tienen a quién estrechar una mano en caso de necesidad.

Los ancianos, lógicamente, tienden a ser los más afectados. Hay un punto en que con la edad uno empieza a perderlo todo. El mundo comienza a extinguirse antes de la muerte: el trabajo, las ilusiones, los amigos, la familia. Los que tienen con qué —no todos— pagan un hospicio. Los que no, quedan a la deriva en un mundo sumamente reducido, que termina donde acaban las paredes del apartamento o habitación. Incluso a muchos de los que van a parar a un asilo nadie los visita (casi el 40 por ciento según las estadísticas citadas). Alrededor de cuatro mil ancianos mueren todas las semanas en Japón en total desamparo; sus cuerpos son descubiertos a veces semanas o meses después. Es el drama de los kodokushi, palabra que han acuñado para tipificar la tragedia de los que fallecen a solas.

Las secuelas del fenómeno son diversas: tristeza, desconsuelo, depresión, demencia, suicidio… De nada ayuda que la persona resida en una ciudad poblada por millones de semejantes; ni que se entregue a los brazos de las redes sociales, buscando cosechar miles de amigos en Facebook o de seguidores en Twitter e Instagram. Las nuevas tecnologías han expandido nuestras fronteras más que ninguna otra invención. El mundo nunca ha estado tan interconectado como ahora. Sin embargo, la proporción de estadounidenses adultos que dicen sentirse solos se ha duplicado desde los años 80, aun cuando los asombrosos adelantos en materia de comunicaciones supuestamente los acercan.

Los seres humanos no están diseñados para ser criaturas solitarias. El hombre evolucionó en familia, clanes, tribus, naciones para finalmente dar forma a la sociedad. Su espíritu gregario lo ayudó a sobrevivir. Sin embargo, el número de estadounidenses que dice no tener buenos amigos se ha triplicado desde 1985, y jamás ha habido tantos adultos solteros como los que hay hoy. La Oficina del Censo reportó el año pasado que más de 110 millones de personas estaban divorciadas, viudas o siempre habían vivido sin pareja, lo que representa más del 45 por ciento de los mayores de dieciocho años.

La soledad no es un conflicto generacional que solo aflige a los mayores de edad. Los millennials también la sufren. Son ellos los más adictos al nuevo modo de «intimar» remotamente, huyéndole al vacío de la incomunicación de manera virtual. Una buena parte de ellos habla poco, mayormente teclea; y mucha de la percepción que tiene del mundo se reduce a los mensajes e ideas que capta en las impersonales pantallas del ordenador. Cada vez son más los jóvenes y adultos que prefieren interactuar con los demás de manera intangible, engañosamente confiados en que tienen compañía. Aunque en verdad sigan estando solos en medio de la multitud.

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