(Columna publicada: 6 de enero, 2018) – Lo vi escrito hace mucho tiempo con letras gruesas en la desconchada fachada de una botica en el barrio de Coyoacán, en ciudad de México: La vida es un chicle que Dios mastica sin piedad. Con los años la frase no ha perdido dramatismo. Sin embargo, dándole actualidad, muchos podrían achacar hoy esa inmisericordia a las farmacéuticas, a las que dedico la última de tres columnas, luego de Vampiros de bata blanca y Burócratas con escalpelo, sobre el calamitoso tema de nuestros servicios de salud. Un reciente reportaje de The Washington Post sacaba a la luz el mayor caso de venta ilegal de opiáceos en el país, una pasmosa historia en la que la agencia federal antidrogas —DEA— inculpaba a la firma McKesson Corp., una de las mayores distribuidoras de medicamentos en la nación, de haber pasado por alto la sospechosa venta de millones de píldoras. El meollo: muchas de ellas terminaron en manos de narcotraficantes.

La cosa no para ahí. La corporación ya había prometido en 2008 ser más cuidadosa sobre la distribución de esos analgésicos, cuya adicción en los últimos dieciséis años provocó la muerte a casi 200 mil personas, 34 todos los días, una suma que no consigue matar ni el más asesino de los asesinos. Los investigadores consideraban que había suficientes pruebas para imputar cargos criminales a la firma. Sin embargo, luego de más de un año de litigio en los tribunales se le impuso a McKesson una multa de $150 millones y la suspensión de cuatro de sus almacenes. Nada de los $1,000 millones de penalización ni las acusaciones criminales que pedía la DEA.

El problema de los turbios manejos de las farmacéuticas no es nuevo ni exclusivo de Estados Unidos. Hace seis años, el ganador del Premio Nobel de Fisiología y Medicina 1993, Richard J. Roberts, denunciaba la manera en que operan globalmente esas corporaciones anteponiendo beneficios económicos a la salud pública, y frenando el avance científico en la cura de enfermedades. Más recientemente, el Daily Mail publicaba en Londres un reportaje exclusivo sobre “cómo la codicia de las grandes farmacéuticas está matando a decenas de miles de personas en todo el mundo”. El prestigioso cardiólogo británico Aseem Malhotra afirmó al diario que con demasiada frecuencia las medicinas son ineficaces y hasta dañinas porque los fabricantes desarrollan las que más lucro les proporcionan. El asunto no es curar sino preservar las enfermedades crónicas. De modo que no es fortuito que inviertan en mercadeo el doble de lo que gastan en investigaciones.

Peter Gotzsche, investigador médico y profesor de la Universidad de Copenhague, estima que los medicamentos por receta son la tercera causa de muerte después de las enfermedades del corazón y el cáncer. Sus cálculos indican que estos son responsables del deceso de más de medio millón de personas mayores de 65 años en EEUU y la Unión Europea. El problema, acotan los expertos, es que mientras más medicamentos uno tome más probabilidades tiene de experimentar efectos colaterales que luego se malinterpreten como síntomas de otra enfermedad, y por consiguiente el doctor prescriba nuevas medicinas.

En los últimos años muchas de las grandes farmacéuticas pagaron cuantiosas multas por un sinfín de fechorías, desde trampas de mercadeo hasta distorsión de datos sobre ensayos experimentales. Pero nada de eso ha sido suficiente. El caso más sonado es el de GlaxoSmithKline, multada con $3 mil millones por la indebida venta de medicamentos. ¿Parece mucho? Pues no. A la larga las medicinas del delito le proporcionaron a esa firma ganancias ocho veces superiores. Para las grandes farmacéuticas ese es el costo de hacer negocios. La parte que ceden del pastel. El pago por enriquecerse jugando a la ruleta rusa con el cañón del arma apuntado no a sus cabezas sino a las nuestras.

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