(Columna publicada: 9 de diciembre, 2017) Pues nada. Que le echo un vistazo a las noticias más bulliciosas de la semana y nada ha variado. Llevamos meses en las mismas, orbitando alrededor de Washington y dilapidando dinero en pesquisas sin fin, bogando en las turbias aguas de las amenazas e insultos políticos, las alegadas conspiraciones rusas, los perjuicios o beneficios del gobierno de Trump —según quién los mire—, los malabarismos de guerra del díscolo Kim Jong-un, y las inacabadas cuitas de Hillary, que no termina de tirar la toalla y callarse de una vez y por todas. Lo que sobran son habladurías baratas, comadreos de pasillo y altercados partidarios, de los que estamos ya hasta el copete.

Sin embargo, hete ahí que por allá, en un rincón informativo, entre los asuntos presuntamente insustanciales me hallo un titular con una frase que acapara todo mi interés: “hospitales sin fines de lucro”. Caramba, me digo, será que la atención médica en el país no es lo que yo pienso: un negocio, impasible y calculador, como todos. Releo el titular y pienso: no puede ser. Pues sí. El asunto es que en el sector de la salud de este país solo los médicos se rigen por una versión del juramento hipocrático escrita hace medio siglo por el doctor Louis Lasagna. El documento los compromete a prevenir dolencias, responsabilizarse con la salud de los pacientes y también a considerar que las enfermedades afectan “la familia y estabilidad económica de la persona”.

Pero ese no es el caso de los ejecutivos de los seguros de salud y compañías farmacéuticas, para quienes solo cuenta sacarle el mayor aceite posible a la aceituna. Con ellos no vale ningún compromiso de conciencia o cláusula moral. Su única ética es la del dinero. Y no sufren remordimientos. Están en la cúspide de una industria con un elevadísimo número de sinvergüenzas por milla cuadrada, incluidos los centros médicos, léase los hospitales. Entonces… ¿leí mal? “Hospitales sin fines de lucro”. En lo absoluto. Existen, y paradójicamente son bien lucrativos. El Servicio de Rentas Internas los exime del pago de impuestos federales y estatales sobre los ingresos, y tampoco abonan gravámenes locales sobre la propiedad. El único requisito es que sus dueños sean órdenes religiosas, organizaciones caritativas o universidades estatales. Y que ofrezcan beneficios comunitarios y “atención gratuita” a los desamparados.

La idea, como idea, no está nada mal. Es misericordiosa. Pero, al contrario de lo que podría pensarse, estos hospitales no son administrados por monjitas ni asociaciones filantrópicas. Ascencion, la mayor red de estas clínicas en el país, opera más de 140, una treintena de instalaciones para ancianos y más de un millar de centros de salud en 22 estados. Este año reportó ingresos netos de $1.860 millones, más del triple que en 2016. Mientras que otro de los “no lucrativos”, el hospital Northwestern Memorial Healthcare, de Chicago, obtuvo ganancias de $983.6 millones (37 por ciento más que el año anterior). ¿Adónde va ese dinero? Bueno, una buena parte sirve para sufragar los salarios y paquetes de beneficio de los ejecutivos, y otra se reinvierte en el negocio para ampliar los servicios a quienes puedan pagarlos.

Se trata sin duda de una industria bien aceitada que nada tiene que ver con el altruismo ni con la compasión. Un reciente artículo de Político ponía de relieve que mientras las ganancias de los siete hospitales más grandes del país sumaban decenas de miles de millones de dólares, sus gastos en atención gratuita a pacientes de bajos ingresos habían disminuido dramáticamente entre 2013 y 2015. El detalle digno de mirar con lupa es que alrededor de las dos terceras partes del sistema hospitalario nacional reportan ingresos récords operando como proveedores de este tipo de servicio de salud. Resumiendo. Que hay que tener ventrecha para llamarla asistencia médica “no lucrativa”. ¿No creen?

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