(Columna publicada: 25 de noviembre, 2017) – Les cuento. Cuando fui a escribir esta columna las palabras no salían. Oprimí la “m” y nada. La “a” tampoco. El teclado estaba muerto. Las baterías agotadas. Y yo, en consecuencia, frito. Afuera el otoño se deleitaba a sus anchas con una mañana gris, húmeda y bajo cero (menos cuatro centígrados). Mi soliloquio era shakesperiano: salir o no salir. Pero la necesidad obliga. Nada — me dije y bajé a ponerme el abrigo y los guantes—. Hay que ir a buscar las malditas pilas. Pocas veces había echado tanto de menos la vieja Remington en la que improvisé mis primeras cuartillas de prensa.

Ya ven. Unas pocas décadas después, aquel fabuloso instrumento en un objeto de museo. Lo bueno es que ya no hay que emborronar cuartillas, limpiar el rodillo ni aceitar el tabulador de la máquina, aunque haya que comprar y tener siempre a mano un puñado de pilas para el teclado wifi. Entrando en detalles, las baterías son vedetes de la vida moderna. Están en todos los escenarios. En la calle, la cocina, el baño, la sala y el dormitorio. A bordo de aviones, naves espaciales, barcos y automóviles. Hacen funcionar robots, cámaras fotográficas, controles remotos, relojes, computadoras, teléfonos… hasta sillas de rueda. Y cuando se agotan todo se soluciona reemplazándolas, siempre que la que de repente se pare no sea la del marcapasos.

¿Que seríamos sin ellas? “Polvo y ceniza”, me dice dramático mi amigo Alfre, para quien el progreso es contradictorio: “nos endulza la vida y a la vez la hace más complicada”. Dependemos de los adelantos. Somos vulnerables a las innovaciones tecnológicas. Vivimos inmersos en un mar de dispositivos que permanentemente hay que renovar. Las máquinas de antes duraban décadas, los artilugios electrónicos de hoy, apenas cuatro o cinco años. En un dos por tres los equipos se hacen obsoletos, los softwares se vuelven anticuados y amén de inoperantes, peligrosos. De modo que cambias o pereces. Aflojas el bolsillo o retrocedes. Porque el progreso es también un monstruo devorador de dinero. Y lo complejo sale caro.

En teoría nuestra vida debería hoy ser mucho más segura. Pero con tanta guerra acumulada y destreza adquirida para aniquilarnos las expectativas no son muy alentadoras. Lo sabrá de sobra el científico Stephen Hawking, que anda envuelto en la misión de hallar otro planeta habitable a corto o mediano plazo antes de que se extinga la especie y acabemos con el que tenemos. La dura realidad es que el “progreso” no ha logrado garantizarnos la subsistencia en un universo cuyos secretos todavía nos desarman. Me lo recordaba esta semana el anuncio de que cambios infinitesimales en la rotación de la Tierra, según científicos, provocarán el año entrante mayor número de terremotos devastadores.

Gracias a los adelantos del último siglo somos más dependientes de la electrónica y, por ejemplo, estamos más expuestos a los efectos de las tormentas solares. Una de ellas en 2005 perturbó las conexiones por satélite solo diez minutos. Pero otra hace siglo y medio, más potente y prolongada, enrojeció los cielos e iluminó la noches como si llegara el alba. De ocurrir hoy otra de igual magnitud se dañarían los satélites y se paralizarían la red eléctrica y los teléfonos. Cientos de aviones en vuelo se verían obligados a aterrizar en medio del caos. Y los daños materiales, para empezar, sumarían entre uno y dos billones de dólares.

No quiero parecer retrógrado, pero cuando no necesitábamos pilas para todo los peligros tenían otro color. Quién me iba a decir que un día echaría de menos aquella Remington de mi juventud, que era voluminosa, prieta, pesada, duradera y ruidosa. Pero también barata y muy segura.

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