(Columna publicada: 28 de octubre, 2017) – Qué peligroso se nos ha vuelto este mundo. Mucho más de lo que siempre fue. Va para dos años que les comentaba cómo Europa se consumía entre dos fuegos. De un lado la avalancha de cientos de miles de refugiados de Oriente Medio, gente desesperada que huía de la opresión, el hambre y la guerra, en su inmensa mayoría musulmanes. Del otro, el azote de fundamentalistas islámicos que ingresaban solapados entre los refugiados. Les digo más. Si los riesgos de sufrir un ataque terrorista son mayores ahora en el viejo continente la amenaza trasciende las fronteras. La inseguridad es hoy día un infortunio universal.

Con la derrota militar del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) en Mosul y en Raqqa —su capital en Siria—, se cierra un capítulo. El denominado califato, proclamado hace más de tres años sobre un mar de sangre, se repliega. Se deshace su cartografía. En pocas semanas, los terroristas perdieron además el control de Hawiya, en Irak, y Deir Ezzor y Mayadín, en Siria. Y sus enclaves en este último país quedaron reducidos a un pequeño territorio de la ribera del Éufrates. Pero no es el fin. Al menos no lo es para los yihadistas que han logrado fugarse.

Sofisticadas redes los ayudan a huir a lo largo la frontera sirio-turca, sin contar otras vías subrepticias por Irak, Jordania y Líbano. De hecho, junto al “califato virtual” todavía activo en las redes sociales siguen apareciendo dondequiera miembros del grupo y simpatizantes que engrosan la legión de los temidos “lobos solitarios”. Es ya un hecho en Yemen, la Península del Sinaí, el norte del Cáucaso, la República Democrática del Congo, Myanmar y Filipinas. Su presencia es además fuerte en Libia, donde se cree que cuentan con más de seis mil combatientes, y en Afganistán, donde agrupan a cientos. El peligro también se cierne sobre los países árabes del Golfo. Y ya es una realidad en Senegal, Mali, Burkina Faso, Chad, Nigeria y Níger, donde este mes guerrillas de ISIS mataron a cuatro soldados estadounidenses.

Tras el surgimiento del califato se perpetraron al menos 64 atentados asociados con el grupo terrorista, la mayoría de ellos en grandes ciudades de Occidente: Londres, París, Manchester, Barcelona, Niza, Berlín, Bruselas, Estocolmo, San Petersburgo, Orlando… El saldo: más de cuatrocientos muertos y un millar y medio de heridos. Dos de cada tres victimarios eran ciudadanos, residentes legales en esos países o viajeros en regla de naciones vecinas. Dos de los ataques más letales: París (noviembre, 2015) y Bruselas (marzo, 2016) fueron bien orquestados por ISIS. Sin embargo, otros dos igualmente mortíferos: Orlando (junio, 2016) y Niza (julio, 2016) los llevaron cabo fanáticos solitarios.

Se estima que unos 30 mil extranjeros engrosaron las filas de ISIS en Siria. Más de cinco mil ya retornaron a sus lugares de origen, pero se desconoce la cantidad real de los yihadistas que residen en países occidentales. El diario The Times informó que solo en el Reino Unido los servicios de inteligencia han detectado a 23 mil terroristas islámicos. Unos tres mil están bajo fuerte vigilancia. El jefe de contrainteligencia en Scotland Yard advirtió que la amenaza seguirá siendo “severa” al menos cinco años más. ¿Entretanto qué? Nadie está a salvo de toparse en cualquier sitio con un terrorista agazapado, a merced de esa gentuza desquiciada mientras la justicia se debate entre la ley y el miedo, a la caza de pruebas más allá de toda duda razonable de que ese tipo de barba salafista, mirada torva e idólatra de la yihad que camina por el barrio no es un corderito sino un criminal al acecho. Y actuar antes de que el fulano se suicide asistido por una bomba, un fusil o un camión, llevándose consigo a un montón de inocentes.

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