(Columna publicada: 14 de octubre, 2017) – Más de medio siglo después del magnicidio del presidente John F. Kennedy, la fatídica tarde del viernes 22 de noviembre de 1963 en Dallas sigue siendo un enigma para muchos. Según la conclusión de un panel independiente al que se le encomendó investigar el hecho —la Comisión Warren—, un exmarine de ideas marxistas, Lee Harvey Oswald, fue el único responsable del asesinato, sin la menor señal de un complot. Pero la versión oficial de que todo fue obra de un “lobo solitario” casi nadie se la cree, e infinidad de interrogantes en torno al crimen han dado pie a decenas y decenas de teorías conspirativas. ¿Alguien ayudó a Oswald o tenía conocimiento de lo que planeaba? ¿Cumplía órdenes Jack Ruby, el dueño del club nocturno que lo mató a tiros dos días más tarde? ¿Por qué fueron clasificados como secretos innumerables documentos sobre el hecho que hasta hoy han permanecido ocultos a la luz pública?

Una encuesta hecha por Gallup a raíz de la muerte de Kennedy reveló que más de la mitad de los estadounidenses daban por hecho la existencia de una conspiración. Desde entonces, en sondeos de opinión de la firma realizados durante los pasados 50 años la mayoría de los encuestados dijo creer que “otros estuvieron involucrados” en el asesinato. El congresista republicano por Carolina del Norte, Walter Jones, es uno de los que opinan que “hubo otros individuos y posiblemente agencias complotados” en el magnicidio, aunque no pueda saberse a ciencia cierta quiénes, y por falta de acceso a más información no pueda determinarse hasta qué grado fue realmente así. El problema es que todavía miles de documentos se mantienen en secreto. Lo que en interpretación libre significa que algo encaja mal. Resumiendo: no conviene divulgarlo.

En todos estos años no han faltado las especulaciones culpando del crimen, entre otros, a la mafia, a gobiernos extranjeros y a la mismísima CIA. Alrededor de cuatro millones de páginas de registros relacionados con el atentado fueron divulgadas al público entre fines de los 90 y principios de la última década. Sin embargo, de nada sirvieron para despejar las incógnitas. Cientos de documentos fueron sacados de la sombra en julio último y entonces se supo que en un momento la CIA llegó a cuestionarse el dictamen de la Comisión Warren de que un viaje de Oswald a México y sus visitas a la embajadas de Cuba y la Unión Soviética solo tuvieron como finalidad obtener visas para entrar a esos países. El hecho es que muchos detalles del viaje siguen siendo todavía un misterio.

Una ley de 1992 estableció un plazo de 25 años para que todos los archivos del magnicidio pasasen a conocimiento público. Pero del 11 por ciento de estos ya fueron eliminados pasajes confidenciales, y una parte de ellos conservan el sello de clasificados en su totalidad. A tono con la legislación, todos los registros, sin diferencias, deben ser desclasificados a más tardar el 26 de octubre próximo a menos que el presidente del país disponga lo contrario, uno, para no dañar la defensa militar, las operaciones de inteligencia, policíacas o las relaciones con el extranjero, y dos, si ese daño es de tal gravedad que su divulgación excede el interés público. Eso es, que cabe la posibilidad de que si hay un lado oscuro del asunto este se quede como está, en tinieblas. Que le sigan faltando piezas al rompecabezas. O que no (falta que hace). Que de repente nos enteremos que algunas cosillas se nos ocultaron. Y nos den las razones. Siempre cogidas con pinzas, claro está. Ya saben… la seguridad nacional, el tacto político y el bienestar ciudadano. Con garantías para encubridores y disculpas para los embaucados.

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