(Columna publicada: 16 de septiembre, 2017) – Aunque la infinita capacidad de supervivencia del hombre ha sido puesta a prueba una y otra vez en milenios, el panorama tras el paso de un huracán de grandes proporciones siempre resulta desolador: vidas perdidas, techos y paredes hechos añicos por el viento, automóviles reducidos a chatarra, entre escombros o bajo el agua, árboles arrancados de raíz, ríos transformados en océanos, miles de personas refugiadas en iglesias y escuelas transformadas en albergues… La vida de repente es un calvario. Puede que transcurran meses, años, antes de que todo vuelva a la normalidad. Una normalidad que para algunos no será la misma de antes, porque las cicatrices quedan, en la gente y en los sitios.

Borrar los destrozos, reconstruir viviendas, enderezar la vida de familias y de comunidades enteras no es algo fácil. Ya idos Irma y Harvey, los retos que encaran los sobrevivientes pueden ser tan inmensos como devastadores fueron los efectos de ambos huracanes. Algunos de los que huyeron temporalmente a otras ciudades en busca de protección no imaginaron que emprendían un largo viaje, lleno de incomodidades, angustias e incertidumbres. Un viaje, en el peor de los casos, sin regreso. Todo perdido: tesoros y recuerdos familiares, el calor del hogar, el fruto de años de esfuerzos y trabajo. Así es para los que vieron sus casas en Houston sumergidas hasta el techo o los que perdieron sus hogares en Islamorada, barridos por el mar. Quién sabe cuánto tiempo les espera vivir en albergues, moteles o residencias transitorias.

Algunos recibieron la tempestad pertrechados aunque temerosos, como el que en una contraventana de su casa puso al huracán un letrero pintado en letras rojas: “¡Irma, lárgate!”. Otros, los más temerarios, optaron por desafiarlo y confiados en poder evadir la tormenta decidieron permanecer en sus casas de los cayos junto al mar, contra todos los consejos y pronósticos. Como John Hines, residente en Key West, quien alegó tres grandes razones para quedarse y retar el peligro: “Mi madre, mi padre y mi pequeño hermano murieron aquí el año pasado y sus cenizas las lancé al mar, en la costa. Yo no me voy”.

En cuanto a la parte más estremecedora del asunto sobran ejemplos. Tal y como lo había hecho ya en Texas muy pronto llegó a Florida un enjambre de bomberos, policías, soldados, miembros del servicio de guardacostas y samaritanos provenientes de otros estados, dispuestos a socorrer a los necesitados, sin escatimar tiempo porque cuando la vida peligra el reloj no cuenta. A esa hora nos une a todos la calamidad. Las escenas de estos días confirman el oportuno y loable auxilio prestado por las autoridades. “Incluso en medio de una tormenta, no olvidamos el amor por nuestro país y comunidad”, decía un tuit de la policía de Coral Springs, que difundió el video de un agente en labores de salvamento recogiendo del camino una bandera americana echada a tierra por el huracán.

Las imágenes se agigantan con infinidad de héroes anónimos: ángeles en uniforme; vecinos socorriendo a vecinos; voluntarios rescatando a mujeres, hombres, niños, ancianos; gente abriendo las puertas de sus hogares y negocios para dar cobijo a los desplazados; decenas de celebridades del espectáculo recolectando en un teletón millones de dólares para los damnificados. Por encima de todo lo que nos divide, ese es el espíritu que prevalece cada vez que ocurren tragedias abrumadoras o desastres naturales. Sin mediar creencias religiosas, color de la piel o ideas políticas, se tiende la misma mano a las víctimas, de costa a costa. Cuando la nación es puesta a prueba, un solo y gran corazón late en todo el país.

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