(Columna publicada: 2 de septiembre, 2017) – Tal vez usted piense que todos los millonarios duermen en habitaciones enchapadas de oro y sobre sábanas de seda o en cámaras de oxígeno para evitar los gérmenes, que son criaturas de derroche incontrolado, solo aficionadas a la comida gourmet, ciento por ciento devotos de las joyas de gran quilate y adictos a las excentricidades. No. No todos hacen ostentación de sus yates, sus jets privados y autos presuntuosos, coleccionan mansiones como las Kardashian o, a lo Gaga, visten prendas de carne cruda de res. Algunos como el tacaño Ingvar Kamprad, el sueco fundador de IKEA, compra ropa de segunda mano y prefiere viajar en avión en clase turista; el gurú de Facebook, Mark Zuckerberg, es sencillo y en lugar de pavonearse en fastuosos trajes hechos a la medida usa camiseta gris. Y el legendario multimillonario Warren Buffet aún vive en su vieja casa de Omaha, en Nebraska, que compró hace casi sesenta años por poco más de treinta mil dólares.

Buffet y Zuckerberg junto al fundador de Microsoft y su esposa, Bill y Melinda Gates, la familia Walton (propietaria de los supermercados Walmart), y otros acaudalados más engrosan la lista de los filántropos más generosos del planeta, con cuantiosas donaciones de su patrimonio para causas benéficas. Pero ya ven lo que son las cosas, el sentido común, el amor al prójimo y el altruismo no son cualidades esenciales de todos de los superricos. Sin ir más lejos. La semana pasada la prensa difundió la noticia de que Troy y Tiger, dos afortunados gatos neoyorquinos, recibieron trescientos mil dólares en herencia de su ama, Ellen Frey-Wouter, una adinerada viuda del Bronx fallecida sin hijos a los 88 años.

No es la primera vez que ocurre. En 2007, también en Nueva York, Leona Helmsley excluyó a dos nietos del testamento y dejó una porción exorbitante de su fortuna, doce millones de dólares, a su perra Trouble. Un año más tarde un juez determinó que se trataba de una suma desmesurada y la redujo a dos millones, lo que con todo le permitió a la agraciada disfrutar el resto de su existencia rodeada de lujos y mimos gracias a una pensión anual de ciento noventa mil dólares.

En otra sonada herencia, el año pasado Bella Mia, una maltés blanca de Queens, acaparó la portada del New York Post cuando se supo que en lugar de los dos hijos de su propietaria, Rose Anne Bolasny, la perrita heredaría un millón de dólares en fideicomiso, incluidas joyas y una residencia de veraneo en Florida. Hay más: la condesa Karlotta Libenstein dejó a su pastor alemán Gunther III toda su fortuna, ochenta millones de dólares; el chimpancé del difunto Michael Jackson, Bubbles, heredó dos millones; la italiana María Assunta legó a su gato Tomasso trece… La lista es larga y, aunque lo parezca, no es propósito de esta columna reproducir esquelas.

Los que han tenido alguna vez mascota en casa sabrán lo que les digo. Toparse con unos ojos fieles que te desarman, pendientes solo de una orden o una caricia, nunca un mal gesto de su parte, ni un desdén. No hay lealtad más auténtica que esa. Retribuirla con amor y con amparo es tener corazón. Ignoro los abismos de soledad que se esconden en las almas de quienes dejan una exagerada fortuna a sus mascotas. Pero gatos y perros viviendo en la opulencia en un mundo con tanta gente pobre, hambrienta…, le comento a mi amigo Alfre, ¿no te parece una barbaridad? “Suerte de algunos, calamidad de otros —me responde al punto, frío, mordaz. Luego me mira y remata—: El que nace para tamal, hable, maúlle o ladre, del cielo le caen las hojas”.

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