(Columna publicada: 5 de agosto, 2017) – Los republicanos estuvieron años vociferando que cuando les llegase la oportunidad, el Obamacare duraría lo que un merengue en la puerta del colegio. Que lo derogarían y reemplazarían en un santiamén. Claro está, por un seguro de salud mejor, lo que siempre ha sido si no una mentira al menos una quimera. El hecho es que luego de seis meses en el gobierno y con mayoría en el Congreso nada ha sucedido. La discordia ha sido más poderosa que el miedo al ridículo. Y a pesar de las presiones de la Casa Blanca, los líderes en el Senado han hecho pública la decisión de modificar el rumbo, dejar momentáneamente a un lado la controvertida apuesta por la nueva ley de salud y atender otras prioridades legislativas. En lenguaje más llano, meter el polvo bajo la alfombra.

¿Se acuerdan de aquella encuesta que el año pasado ponía por el piso el grado de simpatía popular de los congresistas? Pues la situación ahora es peor. Porque la mayoría de ellos sigue empeñada en vendernos la idea de que gobierno y salud pública no compaginan. Insisten en que la medicina debe administrarse privadamente con espíritu corporativo y no como una prestación social. Sin embargo, el número de ciudadanos que ha dejado de creerse ese bocadillo ha ido en aumento. Un reciente sondeo del Centro Pew muestra que ahora la mayoría, seis de cada diez estadounidenses, considera que el gobierno federal tiene la responsabilidad de proporcionar cobertura médica a la población.

Parece estarse cumpliendo el temor de los conservadores de que si los republicanos fallaban en sustituir el Obamacare cobraría fuerza el concepto de un seguro universal. Los defensores del modelo fueron hasta ahora solo un puñado de demócratas, encabezados por el senador Bernie Sanders, el político más popular del país. Pero 112 de los 194 representantes demócratas han coauspiciado ya proyectos de cobertura de salud pública “Medicare para todos” (Single Payer Healthcare, en inglés) con la pretensión de financiarlos con aumentos tributarios a los ricos. Y es ahí es donde todo se traba.

El hecho es que de repente el viento ha empezado a soplar moderadamente en una dirección que muchos descartaban. California y otros estados liberales están proponiendo la adopción de un sistema público, estilo europeo, en virtud del cual las personas paguen al estado para que este les proporcione asistencia médica, con independencia de sus ingresos, ocupación o condición de salud. Proyectos así han sido presentados este año por legisladores en Nueva York, Nueva Jersey, Rhode Island y Massachusetts. Aunque es pronto para el optimismo, porque si el estado es el que contrata directamente a los proveedores médicos, el monopolio de los seguros caería en coma. Corporaciones como Aetna, Blue Cross y UnitedHealth Group desaparecerían. Ya pueden imaginarse los millones que deben estar corriendo para que eso no ocurra.

Consideren el panorama. Los críticos del sistema público universal alegan que el gobierno restringiría los servicios de salud, los pacientes no recibirían todas las medicinas y cuidados que necesitan, y los doctores y hospitales tendrían que aceptar los ingresos que les imponga el estado. Los que los que lo defienden aducen estar cansados ya de que la atención médica no sea vista como un derecho sino como un producto más, que se vende y se compra, con un precio además prohibitivo. Pero la mayoría en el Capitolio como no padece no siente, y da la impresión de que en este —como en tantos otros asuntos— el país está condenado a que sus intereses y los del Congreso marchen por vía diferentes. Así que el único consuelo que nos queda, como diría mi amigo Alfre, es pensar al revés: lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo.

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