(Columna publicada: 24 de junio, 2017) – Hay cosas que asustan. Y nada lo hace con mayor intensidad hoy en día que la advertencia de peritos y académicos de que el panorama que nos rodea es cada vez más inquietante. Algunos, con notable eufemismo, hablan del comienzo este año de una etapa de recesión política equivalente a la económica que en 2008 descalabró los mercados financieros. Otros, más categóricos, aseguran que nunca ha habido en la posguerra un periodo de mayor volatilidad en las relaciones internacionales, ni han sido tan grandes los riesgos de que se desencadene una conflagración mundial.

Los hechos se agolpan atropelladamente. La violencia religiosa es rampante en todo el planeta. Europa se tambalea asediada por el terrorismo islámico y bajo el influjo de una marea de refugiados sin precedentes. La crisis de la globalización ha abierto fisuras en la Unión Europea y la OTAN, y espoleado la desconfianza entre EEUU y aliados en el viejo continente. Irak y Libia están cada vez más fragmentados por los odios y las balas. La tensión entre israelíes y palestinos no mengua. Afganistán es de nuevo un hervidero de muerte. Yemen se consume entre las llamas de la guerra. Las rivalidades de Arabia Saudita y los Emiratos Unidos con Catar han puesto la región al borde de un precipicio en el que del otro lado asoman los despóticos trajines nucleares de los ayatolás iraníes en su afán por borrar del mapa a Israel. Mientras, a las puertas de Europa y Asia, el régimen autocrático de Erdogan busca recuperar a toda costa para Turquía el título de líder del mundo musulmán.

La intervención de Rusia y EEUU en la guerra en Siria tiene a las dos superpotencias caminando peligrosamente por el filo de una navaja. Esta semana un caza de la armada estadounidense derribó un avión de combate sirio, y Moscú puso fin a la cooperación militar con Washington en el espacio aéreo de ese país tras advertir que cualquier aeronave de la coalición internacional encabezada por EEUU que vuele al oeste del Éufrates será vista como un “objetivo” de guerra. El año pasado, Corea del Norte llevó a cabo 24 pruebas con misiles balísticos, en desafío a seis resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En 2017 ha ejecutado otras y amenazado con desatar “en cualquier momento” un conflicto nuclear.

El mundo empleó el año pasado la astronómica cantidad de más de billón y medio de dólares para armarse. EEUU encabeza la lista de países con mayor presupuesto militar, seguido por China, Rusia y Arabia Saudita. Las tensiones con Moscú hicieron crecer en 2016, por segundo año consecutivo, el gasto en armamentos en Europa occidental. Y la percepción generalizada es que los peligros bélicos van en aumento. Cada tres segundos, una persona se ve forzada a abandonar su hogar a causa de la guerra o la violencia. Según Naciones Unidas, los desplazados el año pasado fueron más de 65 millones, una cifra récord. Y los refugiados sumaron más de 22 millones, en su mayoría procedentes de Siria, Afganistán y Sudán del Sur.

Son tantos los focos de tensión que un simple error de cálculo, una decisión precipitada, podría lanzar el planeta a una hoguera. Estén movidas por la venganza, los rencores, la envidia eterna, el miedo, la barbarie, la justicia o el honor, todas las guerras responden a la misma fórmula: matar para que no te maten. De manera que mientras exista el riesgo de que estallen, el mundo seguirá siendo un sitio tan peligroso como lo era hace cien o mil años. Y parece que eso no cambiará.

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