(Columna publicada: 10 de junio, 2017) – Hay cosas que los europeos no les perdonan a los americanos. Que visiten un par de días cualesquiera de sus capitales, por ejemplo, con una guía turística de Lonely Planet en el bolsillo, y luego presuman a boca llena de conocer todos los secretos del país. O que se quejen del mal servicio en una trattoria de Roma, un mesón madrileño o un restaurante de París porque en la mesa no había un bote de kétchup. Para qué hablar de urbanidad y del ataque de furor que unos años atrás vi transfigurarle el rostro a un guardia civil en la puerta de la catedral de Sevilla, cuando un turista de Michigan un domingo de misa —esos de mantilla, peineta y rosario— pretendía entrar a la iglesia saboreando un helado de chocolate, con gorra de pelotero, camiseta de futbolista, short abanderado de franjas y estrellas, y en chanclas de playa. En casa, ni de broma, hubiese ido así a su parroquia. Pero cuando viajan al extranjero no son raros los paisanos que dan la nota.

Más allá del adagio: los europeos trabajan para vivir, los americanos viven para trabajar, las disparidades culturales se pueden enumerar. Les cuento algunas de las que ha puesto de relieve en su blog un joven e infatigable trotamundos irlandés, Benny Lewis, que se pasó un año viviendo semana tras semana en diversas ciudades: Nueva York, San Diego, San Francisco, New Orleans, Portland…, para que no dijesen después que su visión del país es superflua. Según el viajero, disfrutó la experiencia aunque con algunas frustraciones, empezando por la extrema susceptibilidad que dice haber descubierto en los estadounidenses. “Parece que decir a otros lo que uno piensa de ellos es un grave tabú”. Se abusa de los eufemismos para “esquivar las duras verdades”. No tienen quien se las diga. Por eso muchos, opina, se sienten solos.

A Benny le irrita que cuando se le pregunta a un americano ¿cómo está? indistintamente responde “muy bien”, aunque ese día se sienta morir. Positivismo en exceso. Así lo califica. Igual le pasa cuando cruzan miradas con uno y sonríen todo el tiempo, sin una razón genuina. Y cuando la tienen y la enmascaran le resulta todavía más molesto. Como es el caso de los camareros, que a cada rato vienen y te preguntan con una sonrisa en los labios si todo está bien, sutil recordatorio de que esperan propina. El problema es que los europeos no entienden la fórmula monetaria de la gastronomía americana. Para ellos es incongruente que se gratifique con un plus a los meseros y no se haga lo mismo con los maestros, choferes de autobuses, taxistas y recogedores de basura, que también prestan un servicio útil, raramente bien remunerado.

Pero quizás nada les fastidia tanto como que a cada minuto se les haga creer que están pagando por un artículo menos de lo que vale, que el país esté plagado de anuncios comerciales a cada paso, que te los embutan por teléfono, por correo, y que el consumismo sea “derrochador”. Tampoco les parece agradable que EEUU esté diseñado solo para automovilistas, que no se pueda entablar una conversación normal sin que alguien te mencione a Jesús, que se identifique a todos los extranjeros con estereotipos, y que se rinda culto a la comida rápida y no se haga una pausa decente para almorzar.

En materia más sustancial, seis de cada diez americanos se declaran vehementes defensores de la libertad individual, entendida esta como rechazo a cualquier interferencia del gobierno en sus asuntos. Por el contrario, más de la mitad de los europeos confieren gustosamente potestad al estado para que les garantice una mejor vida en sociedad. Y en esas estamos. Como el primer día. Cada cual preguntándose a su manera si el de ellos o el nuestro. Cuál de los dos mundos es mejor.

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