(Columna publicada: 27 de mayo, 2017) – Pues nada, que a fuerza de repetirse la historia parece vieja. Pero no lo es. Con cada presidente nos llega un proyecto de presupuesto diferente. Se añaden números por aquí. Se quitan por allá. Y aunque el propósito sea el mismo: balancear las cuentas del país, corregir excesos y reponer pérdidas en el tesoro público los resultados de la suma y la resta tienen efectos distintos. Que lo digan quienes terminan pagando con su pellejo, con sus ahorros y a veces con sus empleos los desatinos financieros de quienes empuñan las riendas económicas en Washington. Una de las novedades esta vez es que al plan de gastos del fisco para el año entrante lo acompaña un título grandilocuente: “Una nueva base para la grandeza americana”. Y llama, entre otras cosas, a incrementar diez por ciento el presupuesto militar y elevar la seguridad en la frontera.

La propuesta no modifica el programa de jubilaciones de la Seguridad Social. ¡Qué alivio! Tampoco establece cambios, ni para bien ni para mal, al actual seguro de salud subvencionado por el gobierno para los mayores de 65 años, el Medicare. Pero sí plantea reducir adicionalmente en la próxima década más de 600 mil millones de dólares al Medicaid (el seguro para pobres) y más de 190 mil millones al programa de bonos de comida (food stamps). El asunto promete levantar mucho polvo en el Capitolio y el voto en contra de numerosos legisladores, incluidos los que se oponen a los recortes por considerarlos inhumanos. La lógica que sirve de argumento al gobierno de Trump tiene una base racional y otra demoledoramente fría: “Vamos a medir compasión y éxito por la cantidad de personas que ayudemos a salir de esos programas (de bienestar social) y vuelvan a hacerse cargo de sus propias vidas”.

Muchos ven con agrado la propuesta, que además simplifica el sistema tributario y fija un pago de impuestos —personal y corporativo— sustancialmente menor. Sin embargo, ni ese ni ningún recorte en los gravámenes ayudará a reducir la inseguridad en infinidad de familias. Más que ahorrarles unos cuantos cientos de dólares sería preferible hacerles la vida más predecible, garantizándoles cuidado asequible a la salud. La estabilidad financiera de la mayoría de los hogares estadounidenses está firmemente atada hoy en día a la atención médica, que consume casi la quinta parte de sus ingresos. Las primas de los seguros, los copagos, los deducibles, los precios de cualquier procedimiento clínico son exorbitantes. La gente no puede predecir cuándo se enfermará o sufrirá un accidente, ni cuánto tendrá que pagar. Y hemos llegado al punto de que hay personas para quienes las opciones se reducen a dos: te mueres o te curas y te arruinas.

Es indignante que tengamos que pagar precios mucho más elevados por los servicios médicos que en cualquier otro país. Lo de los fármacos es escandaloso. Una simple píldora puede costar cientos de dólares. El Medicare paga a las farmacéuticas por más de medio centenar de medicamentos usualmente prescritos a ancianos casi el doble de lo que cuestan en Canadá, Gran Bretaña y Noruega. No hay respeto ni a los años. Y el abuso trasciende los dispensarios. Una cirugía de corazón cuesta 70 por ciento más, y un día de hospitalización cinco veces más que en cualquier otra nación desarrollada. ¿Por qué tanto? Uno, porque además del personal de salud nuestro diabólico sistema de seguros remunera a un ejército de burócratas: actuarios, vendedores, expertos en control de pérdidas, oficinistas, tasadores de reclamaciones… Dos, porque el profuso empleo de avanzada tecnología es un pretexto idóneo para encarecer diagnósticos y tratamientos. Y tres, porque como ninguna regulación lo impide cada proveedor cobra lo que se le antoja a los pacientes.

De manera que de todos los pantanos que enlodan a Washington, el de las grandes aseguradoras sería el primero que habría que drenar.

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