(Columna publicada: 13 de mayo, 2017) – Tengo delante una fotografía de prensa en la que en primer plano se ve una familia de cinco: abuela, padre, madre, un bebé en brazos y una pequeña niña con el rostro crispado por el miedo, transportando a cuestas lo que pudieron cargar. Al fondo, yace un cadáver entre los escombros. La imagen es común desde hace años en Siria. Según Naciones Unidas, la guerra ya ha causado la muerte a más de 400 mil personas en el país. Alrededor de once millones han tenido que abandonar sus hogares. Casi cinco millones han huido a Turquía, Líbano, Jordania, Egipto e Irak. Cientos de miles han logrado abrirse paso hasta Europa. Pero para los que quedaron atrás el calvario no acaba. Cada minuto que logran sobrevivir a las bombas y las balas es el preludio de más angustia y horror.

El doctor Ahmad Tarakji es testigo excepcional de ese sufrimiento. Él es uno de los médicos que dejaron atrás familia, seguridad y confort para validar el juramento hipocrático, consagrando su vida a salvar otras, sin que se interpongan prejuicios políticos y sociales, religiosos, de nacionalidad o de raza. Como cirujano cardiovascular y presidente de la Sociedad Médica Sirioamericana (SAMS), Tarakji sabe lo que es intervenir quirúrgicamente a un paciente en condiciones extremas, luchar con denuedo contra reloj por salvarlo del colapso definitivo sin disponer de los medios necesarios, con los nervios crispados por el fragor de las bombas, a veces solo aferrados a la esperanza. “Es como despertar de la muerte —dice—. El polvo lo cubre todo alrededor. Hay sangre en la ropa y uno no sabe si es de uno o de otra persona”.

La SAMS, con sede en Washington DC, agrupa a unos mil 700 médicos que ya han brindado voluntariamente auxilio a más de dos millones de sirios, mayormente en clínicas móviles creadas en áreas rurales o en zonas donde los bombardeos han destruido los hospitales. “Damos asistencia a quienquiera que sea una víctima”, dice Zaher Sahloul, pulmonólogo y expresidente del grupo, que desde que el conflicto estalló hace seis años ha dado casi treinta viajes a la región, catorce de ellos a Siria y el resto a campos de refugiados en Líbano, Jordania, Grecia y Turquía. “Es diferente cuando uno ve a niños víctimas de bombas de barril, de armas químicas, o ve a doctores asesinados —dice—. He llorado. Nunca me había sucedido”.

El grupo Médicos por los derechos humanos ha documentado la muerte en Siria de 796 trabajadores del sector desde marzo de 2011. Con todo, más de cuatrocientos doctores de diversas nacionalidades figuran actualmente en una lista de la SAMS en espera de que se les incluya en futuras misiones sanitarias a la región, como la última que viajó a la zona integrada por medio centenar de neurólogos, ortopédicos, cirujanos plásticos y dentistas.

Para todos los que estuvieron allí una primera vez honrando la profesión, cerca de la línea de fuego, y viajaron luego sanos y salvos a casa nada ha vuelto a ser como antes. El recuerdo de las balas y misiles, del olor a sangre, de las piernas y brazos amputados, de los niños destrozados por la metralla los persigue. Médicos por corazón. Por eso muchos regresan al precio de jugarse la vida. Como Samer Attar, un joven cirujano ortopédico de Chicago que ha ido tres veces. En cada viaje ha dejado con un amigo cartas de despedida a su familia. Por si no retorna. “No puedo detener esta guerra —dice—. Pero sí puedo estar al lado de ellos”. Socorriendo a las víctimas.

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