(Columna publicada: 1ro. de abril, 2017) – Es curioso. Pero parece que sí, que se puede ser feliz, muy feliz, aunque las apariencias sugieran lo contrario. Muchos podrán tener la impresión de que Noruega es un país tan frío y melancólico que la gente pasa la mayor parte del tiempo a solas, deprimida, y con deseos de quitarse la vida. Pero no. Está comprobado que no se puede confiar en las suposiciones. Ni dar crédito a las habladurías. Para los autores del más reciente informe de Naciones Unidas no hay dudas: los noruegos son los habitantes más felices del planeta. ¿Por qué? Por su nivel de ingresos per cápita, las expectativas de vida y las ayudas sociales a que tienen acceso. También por la ausencia de corrupción, la libertad de que gozan y la generosidad de sus conciudadanos.

Todavía mi amigo Alfre no puede entender que siendo nosotros la nación “más rica” del planeta figuremos en el decimocuarto puesto de la lista de los más felices, y los noruegos en el primero. “No puede ser”, me dice, desconcertado. “No ven el sol en semanas. Una buena parte del año están atrapados dentro de una nevera. ¿Es eso vida?”. Mi amigo está bien documentado y me ilustra que para mitigar la desoladora oscuridad invernal en una ciudad del norte de Noruega decidieron instalar lámparas de fototerapia en las paradas de autobuses, y en otra colocaron espejos gigantes para dirigir y aprovechar mejor los rayos solares. Los científicos creen, me recalca, que la falta de luz afecta la parte del cerebro que controla el sueño, el apetito, el deseo sexual y el estado de ánimo. Su conclusión: “No se puede ser feliz de esa manera”.

Pero sí. A pesar de sus crudos inviernos, los países nórdicos figuran entre los primeros diez de la lista mundial de los más felices. Y a la cabeza de ellos Noruega, hasta ahora conocida por sus auroras boreales, los fiordos, su exquisito bacalao, los majestuosos glaciares y montañas, el blanco infinito de sus paisajes nevados, el Nobel de la Paz, las leyendas vikingas y la pericia de sus esquiadores, pero también ya por su formidable estándar de vida económico y social. Su sistema de cuidado de la salud está considerado uno de los mejores del mundo. La mayoría de los hospitales son públicos, subvencionados por el gobierno, y brindan asistencia gratuita o a muy bajo precio. La expectativa de vida de los noruegos (82 años) es mayor que la nuestra. El gobierno destina cuantiosos fondos a la educación, el desempleo es muy bajo y los salarios altos, razón por la que el costo de la vida en la práctica es solo elevado para los turistas.

Según el Banco Mundial, en 2015 el ingreso per cápita del Producto Interno Bruto fue de $89.492, por encima del nuestro ($51.638). De hecho, Noruega es la nación europea con el más bajo coeficiente de desigualdad de ingresos y con el menor porcentaje de personas en riesgo de sumirse en la pobreza. Los impuestos son fuertes (más de un tercio de los ingresos) pero garantizan estupendos servicios públicos.

Nadie duda que es duro vivir una parte del año añorando derretirse, esclavo de las saunas, adicto a los gorros, bufandas, y pendiente de que no falten los suplementos de vitamina D. Pese a esos ligeros inconvenientes, desde 2006 la revista The Economist clasifica al país como el más democrático del planeta. La vida transcurre para los noruegos con serenidad hiperbórea y el país funciona con un sentido muy equitativo del bien común. A ver si me explico, sin que venga alguien de arriba y les diga: “hay que joderse”. Y con la misma pique, reparta y se quede con la mejor parte del pastel.

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