(Columna publicada: 18 de marzo, 2017) – Cada cual a estas alturas tendrá su idea del asunto. La mía es que el tejemaneje con los servicios de salud ya pasa de castaño oscuro. Los costos de la atención médica, de las medicinas y la asistencia hospitalaria son exorbitantes. Ingresar a una sala de emergencia o de cuidados intensivos sin un buen seguro bajo el brazo o una cuenta de banco privilegiada puede convertirse en un acto suicida. El enrevesado sistema de cotizaciones, escalas y precios impuesto a la práctica médica por mandato mercantil con anuencia del gobierno exprime el bienestar de los pacientes como una naranja. Y el jugo, hasta la última gota, se lo beben por supuesto las grandes aseguradoras. Un tratamiento por cáncer, una insuficiencia renal o cardiaca pueden lanzar a cualquier infeliz a la ruina. Así ha sido por años y parece que nada cambiará.

El cuento va siendo largo y desgarrador, desde que a fines de los cuarenta el entonces presidente Truman recomendó al Congreso una propuesta de cobertura de salud universal que nunca prosperó. Eisenhower estuvo luego muy atareado con la naciente Guerra Fría. Los posteriores empeños de Kennedy fueron mucho más modestos que los de Truman, hasta que Johnson con sus enmiendas en 1965 a la Seguridad Social proporcionó asistencia médica subvencionada a los mayores de 65 años (Medicare) y a los pobres y discapacitados (Medicaid). En los setenta nada alentador prosperó, ni un proyecto de Nixon para garantizar niveles mínimos de seguros médicos ni otro del senador demócrata Edward Kennedy para brindar cobertura a casi todos los estadounidenses.

Durante su breve presidencia, Ford se limitó a tratar de poner freno al creciente costo para el fisco de los servicios de salud. Después, Carter buscó rescatar la vieja idea de un seguro médico para todos, pero el Congreso no prestó oídos. Ironías de la política: el campeón de la asistencia pública Edward Kennedy, que iba a disputarle la nominación presidencial demócrata a Carter en el 80, le retiró su respaldo al propósito. Una vez más los intereses políticos pudieron más que el bienestar ciudadano. Más adelante Reagan promulgó varias leyes dirigidas a reducir el gasto público en el sector, aunque también impulsó la primera gran expansión de los beneficios del Medicare, una ley que diecisiete meses más tarde, ya con Bush (padre) en la Casa Blanca, el Congreso derogó.

La agenda de salud de Bush se enfocó en reducir los gastos en el presupuesto de salud, considerados excesivos, y en luchar contra el fraude en el Medicare y Medicaid. El sucesor, Clinton, se lavó las manos con el asunto tras el fracaso de su tentativa de establecer cobertura médica asequible bajo la peregrina idea de una «competencia controlada». Luego Bush (hijo) puso en vigor un beneficio adicional al Medicare, el de las medicinas. Pero hasta 2010 nada hubo tan transformador como el Obamacare. Lo malo: se quedó a medias, no le puso coto a la avaricia de las firmas de seguros médicos y los hospitales privados, que han hecho de la prestación medica un acto de latrocinio sin paralelo. Lo bueno: entre otros beneficios proveyó seguro médico asequible a millones de personas que hasta entonces no lo tenían y expandió el Medicaid. Fue un paso adelante que ahora se va a desandar.

Y en esas otra vez estamos. Dándole vueltas a la noria. Con el presupuesto —claro está— corto, y temores sobrados de que una mayor intervención del gobierno para proteger la salud de la población —como correspondería— se interprete como una transgresión a la libertad individual y el triunfo de la «medicina socializada», un tabú. De manera que en el fondo, además de económico, el dilema es dogmático, de índole conceptual. Y poco cambiará mientras los servicios médicos se cobren como mercancía, y los pacientes los paguen como clientela.

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