(Columna publicada: 18 de febrero, 2017) – Quienes de una manera u otra soñaban que después de las últimas elecciones presidenciales recuperaríamos la paz y el país, pensaban mal. La nación vive pendiente las veinticuatro horas de lo que hace y dice su presidente y de la reacción que desencadena. Donald Trump cumple sus primeras semanas de gobierno como si siguiera en campaña, bregando contra una oposición que rehúsa cederle terreno. No hay tregua para quien ha venido a poner patas arriba las reglas, reformando un andamiaje político que hasta ahora se daba por inmutable y perfecto. De manera que lo que debió haber sido una fiesta de la democracia, una celebración de civismo del mejor, se nos ha transformado en una guerra de bandos, en la que nada queda fuera del área de conflicto: la inmigración, los impuestos, el aborto, el papel de la prensa, la judicatura, el cambio climático, el Obamacare, la política exterior… Nada es conciliable.

De la misma manera que se puso en marcha un movimiento social que aupó a Donald Trump, otro también numeroso se empeña en invalidarlo. No con intención de atemperar o desapasionar sus políticas, sino para inhabilitar sus ideas, privarlo del poder con epítetos añadidos: mentiroso, racista, loco, misógino… Es una sátira constante y visceral que se aprovecha del estilo impetuoso, apolítico y conminatorio del mandatario. Apenas lleva un mes en la presidencia y ya se habla de impugnarlo. No bastan las protestas y marchas, dicen sus críticos, porque es un presidente ilegítimo. Y el affaire de los contactos con Rusia oscurece más los nubarrones que se ciernen sobre la Casa Blanca. De modo que si las órdenes ejecutivas que ha firmado el presidente se tienen por ruidosas y radicales, los embates de la campaña en su contra, colérica y virulenta, no lo son menos.

Presenciamos lo no visto en muy largo rato. Ni siquiera cuando Obama, que tuvo una porfiada resistencia republicana en el Congreso. Nada se compara con la que ahora encara Trump, en el Capitolio y en la calle. En su caso el antagonismo es de barricada y multilateral. Por consiguiente, de los terrenos político, ideológico y constitucional, la puja ha pasado además al campo económico: “te perjudico el bolsillo para agraviarte mejor”. La campaña denominada Grab your Wallet (échale mano a la billetera) lleva cuatro meses boicoteando tiendas que han vendido prendas confeccionadas por la marca de Donald Trump o la de su hija Ivanka, como Macy’s, Amazon, Dillard’s y Bed, Bath & Beyond. En la mirilla está todo lo que huela a negocio de la familia.

Hasta sus aliados admiten que para el mismo Trump —decía la revista Politico— la presidencia está siendo más dura de lo previsto, debido a las crecientes frustraciones de tener que lidiar con la enorme burocracia federal, puesto que un país no puede administrarse como una empresa, mucho menos cuando la política ha tomado un cariz tan furibundo y delirante. No se debate, se impone. No se argumenta, se ofende. El deseo es que no haya un minuto de sosiego para el gobierno. Hasta que reviente.

Las analogías en política suelen estar contraindicadas, pero el país ya vio en una coyuntura igualmente convulsa cuando tras las elecciones presidenciales de 1860 los demócratas rechazaron aceptar como legítimo el resultado en las urnas, y estallaron motines que dieron paso a la Guerra Civil. “Sabemos a dónde conduce ese camino y no es un buen sitio —recordaba el otro día el congresista por California Tom McClintock—. Nuestro sistema de gobierno funciona mientras dialoguemos y no nos gritemos unos a otros. Eso es lo que hace que estos tiempos sean tan perturbadores y potencialmente tan peligrosos”. Caminamos por el filo de la navaja. Tenga quien tenga la razón.

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