(Columna publicada: 4 de febrero, 2017) — Por falta de aviso no ha sido. Sus partidarios han estado muy al corriente de lo que venía. Y sus adversarios también. El presidente Trump ha seguido al pie de la letra sus promesas electorales, inusitadas, polémicas, atrevidas bofetadas contra lo que hasta ahora ha sido la política convencional en Washington. Fue con esas promesas que acudió a las urnas y a pesar de los augurios de eruditos y escépticos, contra viento y marea, resultó electo. ¿Lamentable? Algunos piensan que sí. Otros, los que con su voto le abrieron las puertas de la Casa Blanca, creen firmemente que no. La controversia algún día tendrá que bajar de tono aunque al final nadie dé su brazo a torcer, porque en política, como en todo, el hombre es egoísta. Lo único predecible es lo que ya se sabía: hay que abrocharse los cinturones porque este será un vuelo con turbulencias. Y el avión acaba de despegar.

Ninguno de los decretos ejecutivos firmados por Trump horas después de asumir la presidencia escapó a las críticas, pero el más vapuleado ha sido el que cancela durante 120 días la admisión y reasentamiento de refugiados (por tiempo indefinido en el caso de los sirios), y durante 90 la entrada al país de viajeros e inmigrantes de siete naciones: Irán, Irak, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen, que ya figuraban en una lista de prevención del terrorismo desde el año pasado. Con los ojos muy puestos en lo que ocurre en Europa, la Casa Blanca alegó que se trataba de una medida temporal para dar tiempo a mejorar los mecanismos de escrutinio inmigratorios y evitar la infiltración de terroristas islámicos. Pero los argumentos esgrimidos en su contra también pesan: consideraciones diplomáticas y discriminatorias, así como legales y de descrédito moral para una nación que se ufana de ser la más generosa del mundo con cualquier refugiado.

La orden ejecutiva reduce a menos de la mitad la cantidad de refugiados que serían admitidos este año fiscal cuando venza el plazo de 120 días, de 110 mil fijados por el gobierno del presidente Obama a solo 50 mil. Aunque el Departamento de Seguridad Nacional indicó que a pesar del decreto se autorizó la entrada esta semana a más de 800 refugiados, la medida deja presumiblemente en la sombra a quienes quizá menos lo merecen: los iraquíes, que la pasaban mal con Sadam y nosotros los metimos en otro infierno; y los sirios, que en tiempos de paz ya padecían una dictadura, pero ahora están peor, sin hogar, sin país y sin nadie que los defienda. Es más, tenemos una deuda de gratitud con quienes en esas naciones se han expuesto a la crueldad de los terroristas defendiendo a nuestros soldados.

Claro, no se trata solo de eso, sino de que parece no haber ya límites para nada. Ni para la decencia más elemental. Antes, las diferencias políticas se dilucidaban honorablemente en el Congreso, no en trifulcas callejeras, no incitando a la desobediencia ni parapetándose en barricadas. Todos tenemos razones para lamentarnos de que la demagogia haya ido copando las tribunas, y la política dejara de funcionar como el arte de lo posible, del consenso. Que no se escuche y se respete a quien discrepa. Que en los últimos ocho años no se haya negociado en Washington casi nada. Que el propósito haya sido competir, imponer, no pactar. Y que si no fueron los demócratas fueron los republicanos los que trataron de borrar a su contrapartida para salirse con la suya, padeciera quien padeciera, fuesen cuales fuesen las consecuencias sin importar para nada el equilibrio. Eso es lo que ha sido dramático. Eso es lo que sigue siendo terrible.

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