(Columna publicada: 21 de enero, 2017)- Pues claro que nos persiguen dondequiera. Si usted ha estado buscando algo por Internet, planeando un viaje o echándole el ojo a una prenda, ya sabe. Del bombardeo de anuncios no lo salva nadie. Nada hay más porfiado en ese caso que la pantalla de una computadora. Y todo porque empresas y gobiernos hurgan cada vez más hondo en las fuentes de información sobre nuestras vidas, rastrean lo que hacemos, a quién conocemos y adónde vamos. No hay límites. Además de cámaras y satélites, de hecho hay siempre un ojo vigilándonos: los llamados cookies, “galletas” intrusas que se van almacenando como si dejáramos huellas en los sitios que visitamos de la web. Nada, que además de usuarios también somos una mercancía en el universo de la información digital. Y su valor crece por día.

La competencia por obtener información personal ha dado impulso a la creación de nuevas tecnologías de vigilancia electrónica que husmean en todos los aspectos de la vida y la sociedad. El refrán ya no es “dime con quién…” sino “por dónde andas, y te diré quién eres”. La gente pasa una buena parte de su tiempo navegando por Internet e interactuando en las redes sociales, chateando con el teclado, “haciendo amigos”. Y el banco de datos que va dejando atrás, muchas veces de forma inadvertida, es sustancioso: edad, género, correo electrónico, teléfono, dirección postal, empleo, currículum, eventos personales, preferencias de todo tipo…

Consciente o inconscientemente, la gente no se deja intimidar por el hecho de poner en riesgo su privacidad. Al final muchos se conforman con leer el primer párrafo del largo y aburrido documento legal que suelen mostrarnos las compañías involucradas para asegurarnos: “Nosotros no vendemos, comerciamos o transferimos su información de ninguna manera a terceras partes”. Y el que no sigue leyendo no llega a ganar conciencia de que unas líneas más abajo está el truco: “Las firmas de publicidad pueden recopilar y utilizar información anónima sobre sus intereses para personalizar el contenido de los anuncios”. La letra pequeña. La salchicha. Ahí está la trampa.

No sé ustedes, pero me asusta pensar en mañana, porque la intrusión en la vida privada de la gente es hace rato un negocio muy lucrativo. La industria de los brókeres de datos personales genera no menos de $200 mil millones al año. La explotación comercial de esa información es la que ha permitido a compañías como Facebook, con cerca de dos mil millones de usuarios activos, haber obtenido ingresos por publicidad de unos $15 mil millones en 2015, la mitad de lo que tiene previsto para este año. Y que un gigante como Google, que no vende sus datos pero que los emplea para sus propios servicios, ganase unos $67 mil millones.

En China, donde las autoridades no andan con miramientos a la hora de controlar a la gente, basta conocer el número de identidad de una persona y pagar un puñado de dólares para detectar, por medio del teléfono móvil, dónde se halla alguien en tiempo real. En plata, que los temores que origina el rastreo electrónico a escala global están más que justificados. Tanto, que en Europa los gobiernos han propuesto una norma que obligaría a las empresas a pedir permiso a los individuos para poder utilizar sus datos personales, y en caso de no obtenerlos tendrían que borrarlos. Lo que me parece muy justo, aunque insuficiente. Porque si el negocio fuese parejo habría además que pagarle a la gente por lo suyo. A fin de cuentas lo que es de uno es de uno. Y nadie mejor para ponerle precio.

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