(Columna publicada: 7 de enero, 2017). Por falta de cháchara no ha sido. Tras la estrepitosa debacle demócrata en las urnas y las cuitas infligidas a los Clinton con la derrota de la señora Hillary, casi no se habla de otra cosa que de los hackers rusos y la insolencia de Putin por el pirateo informático de las elecciones presidenciales de noviembre. La voz echada a correr, «intervención extranjera». El Kremlin metiendo las garras en lo más sagrado del país, su democracia. Y claro. Uno se explica que con semejantes truenos y tanto ruido haya quien se sienta inducido a pensar que el triunfo del presidente electo Donald Trump es espurio. Y mucho más, que la soberanía nacional está en la estacada. Esa es la idea.

Pero las opiniones están encontradas. Según unos, se trata de un ataque intolerable y grosero. Según otros, los hackers rusos llevan años haciendo trastadas parecidas sin provocar hasta ahora tanta indignación. De cualquier manera la Casa Blanca tomó cartas en el asunto, porque esta vez las actividades cibernéticas fueron “significativamente maliciosas”, dijo Obama, y desde luego había que “actuar”. Así que en vísperas de su despedida, el Presidente pasó del dicho al hecho y anunció sanciones contra el gobierno ruso, entre ellas la expulsión de 35 diplomáticos. Como en los mejores tiempos de la Guerra Fría.

Todo el vendaval se desató hace meses tras la filtración por WikiLeaks de correos electrónicos del Comité Nacional del Partido Demócrata (CND), entre ellos un montón de emails del director de la campaña presidencial de Hilllary Clinton, John Podesta. Rodaron cabezas, y muchas lenguas, malas y buenas, propalaron el chisme de que a la señora Clinton le dio un patatús. En consecuencia al instante se puso de relieve que el lance favorecía la victoria de su oponente republicano, y hasta se le confirió capital a la fechoría: Moscú. Eso a pesar de que el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, sostiene que no fue el gobierno ruso el que le proporcionó la información.

Para sustentar la denuncia el FBI y el Departamento de Seguridad Nacional difundieron un informe de trece páginas sobre los medios y la infraestructura utilizada por servicios civiles y militares rusos para “comprometer y explotar redes e interfaces asociadas con las elecciones, el gobierno de EEUU, y entidades políticas y privadas”. Con todo, expertos de CrowdStrike, compañía que investigó la piratería informática al CND, consideran que el documento no valida la acusación. Y otra firma de ciberseguridad, Wordfence, indicó que el malware identificado en el informe “es viejo, ha sido ampliamente utilizado y al parecer es de Ucrania. No guarda aparente relación con la inteligencia rusa y sería un indicador de peligro para cualquier página de Internet”.

Se sabe que los hackers rusos, los chinos y los norcoreanos son muchachones de curiosidad intranquila. Y que los gobiernos —no solo en Moscú— hacen lo indecible por nutrirse de información clasificada, cueste lo que cueste. Pero mientras no haya pruebas de que alguno de ellos pirateó las máquinas de votación o el cómputo de los sufragios, hablar de atentado a la democracia me parece a todas luces desmesurado. Yendo más lejos, a mi amigo Alfre, que es un incrédulo contumaz, todo el asunto le huele a queso. Él es de los que piensan que tal vez haya que agradecerles a los intrusos la indiscreción, porque a fin de cuentas, me dice, ¿qué nos afecta más? ¿El éxito que tuvo un tercero revelando las interioridades de la campaña presidencial de Clinton o todas las intrigas y suciedades políticas que estas sacaron a la luz?

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