(Columna publicada: 24 de diciembre, 2016).

Hace años lo vi escrito con gruesos trazos en un muro en la ciudad de México: «Hoy soy feliz. Viene la Navidad». Y es lo normal: que por esta época del año la gente festeje, ría, sea optimista y no se amargue la vida. Eso es lo sano: fraternizar con la familia y con los amigos; poner a un lado los sinsabores; confortarse para seguir adelante, y contentar las ilusiones de nuestros hijos envolviendo regalos. Es momento de nutrir las fantasías que nos deleitaron en la niñez y que de adultos nos agrandan el alma. Es tiempo de disfrutar a Santa Claus, de apreciarlo en su justa medida, sin idiotizarnos obviamente con la fábula pero estimando lo que simboliza.

Supongo que a ustedes les pase como a mí con el recuerdo de aquellas noches mágicas de la infancia en vela, y luego las de los hijos, en espera de sorprender al personaje en algún momento de su peripecia, entrando en la casa con los juguetes a cuestas. Lo diferente hoy es que Santa no las tiene muy fácil. Primero, porque algunos aguafiestas impenitentes, con empacho racial, han llegado a cuestionar por qué en lugar de un gordito blanco y con la tez rosada no es un asiático, un hispano o un negro quien reparte los regalos. Y eso, como ustedes comprenderán, es un cambio de imagen muy radical y de hecho impracticable.

Este año, además, —para no perder la costumbre— todo está más caro, desde los juguetes hasta los arbolitos de Navidad, y la fiera competencia de Amazon y los camiones de Fedex y UPS nos han robado la tradicional estampa del gordo que reparte obsequios en un trineo de renos voladores. De cualquier manera, por suerte Santa sigue siendo una especie de amigo fiel que al final de año premia a quienes se portan bien, que le quieren, y son pocos los ya creciditos en la familia que no esperan el 25 de diciembre con el anhelo de que les traigan un regalo.

No hay nada de tonto en que los adultos sueñen. Aunque nada se compara con la ingenuidad de un niño en materia ensueños, quimeras e ilusiones. Yo sé de una de diez años que le ha pedido a Santa una granja real, con establos y pastos, que le sirva de guardería animal. «No quiero que muera uno más», le escribió refiriéndose a las reses y pollos que terminan en el matadero. El hecho es que con los pequeños nadie sabe a qué atenerse. Se ve uno en situaciones graciosas pero también difíciles y tristes, como le sucedió este mes a Eric Schmitt-Matzen, un hombre de 60 años, la viva hechura del gordo sonriente de traje rojo y barba blanca. Al señor lo llamó una enfermera amiga pidiéndole que fuese al hospital porque un paciente de cinco años con una enfermedad terminal pedía ver a Santa.

—Nadie entró conmigo —cuenta—.Todos se quedaron sollozando en un pasillo al otro lado de una ventana en cuidados intensivos.

Cuando se sentó en la cama del pequeño juguete en mano le dijo:

—He oído que andas diciendo que vas a perderte la Navidad. Pero eso no va a pasar.

El chiquillo tomó el juguete y sonrió feliz.

—Dicen que me voy a morir —le dijo—. ¿Qué digo cuando llegue adonde voy?

El hombre tragó en seco.

—Les dices que tu eres el reno principal de mi trineo, y yo sé que te van a dejar entrar.

—¿Me dejarán?

—Seguro.

El niño pareció recobrar la confianza, lo abrazó y le hizo otra pregunta al oído.

—Santa, ¿me puedes ayudar?

Esta vez él no tenía respuesta y optó por apretarlo contra su pecho. Segundos después, el pequeño falleció entre sus brazos.

Pin It on Pinterest

Share This