(Columna publicada: 10 de diciembre, 2016).

No es la primera vez que escribo en esta página de la guerra en Siria. Pero desearía que fuese la última. Llevo horas contemplando horrorizado las imágenes de niños heridos, mutilados, muertos. Se difunden por Internet con una frecuencia que estremece. Angustia verlas. Pero más abruma saber que millones de personas en el resto del mundo viven ajenos al suplicio de los habitantes de la ciudad de Alepo, que desde hace más de cuatro años viven bajo el permanente asedio de bombas y balas. Muchos recordarán la foto del pequeño Aylan Kurdi cuyo cuerpo recaló exánime un año atrás en las arenas de una playa turca, luego de que su familia naufragó cuando huía del país tratando de ponerlo a salvo de los combates; la de Omran Daqneesh, aturdido y sangrando tras ser rescatado de su casa en ruinas, o las imágenes de madres y padres con sus hijos en brazos, corriendo despavoridos entre los escombros buscando protegerlos de los bombardeos. Las que he visto ahora son también espantosas.

“Los aviones sobrevuelan como pájaros. Las bombas caen como la lluvia”, así ha descrito lo que ocurre uno de los niños de Alepo, ciudad convertida en un dantesco campo de batalla por el fuego cruzado del ejército y fuerzas antigubernamentales. No hay una cifra exacta. Unos dicen que en estos años de guerra ha habido cuatrocientos mil muertos en Siria. Otros aseguran que son al menos seiscientos mil. Se estima que los menores han sido unos cincuenta mil. De un lado se culpa de la carnicería al régimen de Bachar el Asad. Del otro a los rebeldes, un universo heterogéneo de combatientes en el que figuran lo mismo jurados demócratas que terroristas de la peor ralea. El conflicto además de haber devastado al país lo tiene en estampida. Más de la mitad de la población ha sido desplazada por la guerra. Cuatro de cada diez menores están en ese caso, y ocho de cada diez necesitan asistencia urgente.

El último intento por establecer una tregua para socorrer a la población civil volvió a fracasar a principios de semana cuando Rusia y China vetaron una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que buscaba fijar siete días de alto el fuego. El Observatorio Sirio para los Derechos Humanos ha dado cuenta de la muerte de casi un centenar de niños desde que el ejército emprendió hace ya casi un mes una gran ofensiva, con apoyo aéreo ruso, para capturar la parte oriental de la ciudad, en poder de los rebeldes. Se calcula que hay un cuarto de millón de personas atrapadas entre dos fuegos, casi la mitad de ellos menores, y se ha dicho que el área puede convertirse en un “descomunal cementerio”.

La poca ayuda humanitaria internacional está exhausta. Los alimentos escasean, y miles de menores sortean a diario la muerte, muchos ya sin padres, guarecidos como topos en escuelas, orfanatos y guarderías bajo tierra. Todos a merced del hambre y la metralla, atrapados en medio de una guerra en la que el odio se entremezcla con la venganza y las bombas no hacen distingos de género ni de edad. En el lenguaje militar las bajas ocasionadas en la población representan daños colaterales. En el lenguaje civil son víctimas inocentes. Como Bana, la niña de siete años que antes de que su cuenta de tuit fuese cancelada esta semana en la red dio a conocer al mundo los horrores de Alepo con mensajes como estos: “Ahora no tenemos casa. Fui herida. No he dormido desde ayer. Tengo hambre. Y quiero vivir, no quiero morir”, “Bajo fuertes bombardeos ahora. Entre la vida y la muerte. Por favor sigan orando por nosotros”. Su martirio es el de todo un país.

Pin It on Pinterest

Share This