(Publicado: 2 de diciembre, 2016).
Menuda guerra la que tenemos en el horizonte. Una guerra políticamente incorrecta para algunos, pero para otros necesaria. Y es que cuando uno mira bien todo lo que se compra ya casi nada se hace en casa. Desde los televisores y sábanas hasta las cuchillas de afeitar. Ni siquiera los emblemáticos pantalones vaqueros Levi Strauss se fabrican ya aquí. Perdimos la mano de obra. No es nuestra. Porque en el regateo de quítate tú para ponerme yo, China y otros países, con sus ejércitos de trabajadores baratos, hace rato nos tomaron la delantera. Y toda la culpa, dicen, la tiene la Globalización. El libre movimiento de mercancías sin cortapisas ni fronteras. Al decir de los «globalistas» hay que tenerlo en la gloria, pero para los «antiglobalistas» ha sido una maldición.

El asunto es que a resultas de un sinnúmero de fiascos atribuidos a la promiscuidad mundial, los nacionalismos de todo tipo han ido cobrando cuerpo y vigor. Y nuestro presidente electo, Donald Trump, ha prometido «hacer América grande otra vez», levantando barreras y reescribiendo tratados que hoy consagran el comercio sin trabas. Ha quedado atrás la era inaugurada por China en los 70 con su exorbitante crecimiento económico, cuando las compañías de naciones industrializadas empezaron a producir bienes en el extranjero pagando salarios misérrimos, con la consiguiente depresión de su fuerza laboral. De acuerdo con los economistas David Autor, Gordon Hanson y David Dorn, desde principios de los 90 solo el aumento de las importaciones chinas ocasionó en Estados Unidos la pérdida de millón y medio de empleos manufactureros. A causa de la globalización en general, la cifra habría sido hasta el 2011 de más de 6 millones de puestos de trabajo.

Lo que vino después ya se sabe. La crisis. Profunda, masiva y brutal. Instituciones financieras y países enteros en quiebra, clamando por rescate. Los bancos hicieron juegos malabares con las tasas de interés para salvarse poniendo a flote la economía. Pero igual los pobres se empobrecieron más, la clase media se desangró, y la deuda de los gobiernos siguió creciendo con efectos colaterales: la pérdida de credibilidad en los políticos, y la ira popular frente al hecho de que las elites financieras hayan seguido enriqueciéndose al abrigo de los gobiernos. Resultado. Los populismos están floreciendo como en el siglo pasado. Otra vez.

Los defensores de la globalización alegan que en las últimas tres décadas las democracias casi se duplicaron en el mundo, y las ventajas del libre comercio benefician a todos por igual, pero quienes se quedaron sin empleo porque sus empresas no pudieron competir en el ruedo internacional han sido los grandes perdedores. El libre comercio fomentó un clima de prosperidad planetaria pero también incrementó las desigualdades entre las economías más desarrolladas. Las grandes compañías se hicieron más poderosas. Y como todo se entrelazó la quiebra de unos lanzó a otros al abismo, como sucedió con la crisis inmobiliaria de 2008.

Desde entonces la brecha entre los cabezas de león y los cola de ratón se amplió de manera patética. Pero eso es irrelevante en la macrofinanza. Al FMI solo le angustia que la deuda mundial se haya disparado a la estratósfera, que sus bellos números no cuadren, que se les raje el cántaro y toda el agua se les vaya por el vertedero. En cambio, a la gente le importa un rábano que el comercio sea licencioso o con restricciones. Lo que le atormenta es no tener empleo, no poder costearse la atención médica ni la enseñanza universitaria sin peligro de ruina. Y tener que seguir pagando altas primas a los seguros por una vida tan insegura, globalizada o sin globalizar.

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