Via dei Fori Imperiali a corta distancia de la Piazza Venezia. Son las cuatro de una tarde esplendorosa en Roma. Y cualquiera diría que es cierto, que todos los senderos desembocan aquí. La ciudad bulle de turistas. Forasteros venidos de lugares remotos que se entrecruzan con quienes van presurosos a casa, la oficina, en busca de los niños o a un comercio. El panorama es multiforme. En la distancia, en medio de la calzada, un policía trata con parsimonia de infundir orden al pandemonio de peatones y vehículos. El zumbido de las motocicletas ahoga el bullicio de la muchedumbre, y apenas deja entreoír otro de los sonidos más frecuentes de la ciudad, el de las maletas que los viajeros ruedan sobre los adoquines del empedrado.

Cucú y yo acabamos de visitar una vez más el Foro, centro neurálgico de la antigua Roma, y marchamos sin prisa, sorteando un mar de transeúntes, con intención de bordear el Altare della Patria, el majestuoso monumento al rey Víctor Emmanuel. Unos pasos adelante, el color de la piel, delata a uno de los cientos y cientos de buhoneros africanos y árabes que pululan en la capital pregonando insólitas mercaderías, desde tallas en madera hasta dibujos al aerosol. Atrás de nosotros avanza una tropa de turistas japoneses en perfecta formación, siguiendo a un guía que los pastorea enarbolando una banderola. La prisa con que se mueve la tournée nos hace recapacitar que estamos extenuados. Llevamos tres días de agotadoras jornadas a pie explorando sitios conocidos y por conocer. De modo que —por enésima vez—decidimos hacer un alto para descansar.

Sobre un asiento de piedra retomamos la conversación que nos absorbe desde el primer día. ¿Cómo pueden los italianos, con tanta gente, garantizar la seguridad de esta ciudad? Roma es el corazón de la cristiandad. Pilar de Occidente. Y más de una vez los islamistas han amenazado con «conquistarla», «destruir» sus cruces y «esclavizar» a sus mujeres —que es lo mismo que decir las nuestras—. Interminables filas de turistas se agolpan a diario en sitios como el Coliseo y la Basílica de San Pedro. El tropel también es visible en Piazza Navona, Piazza di Spagna, Fontana di Trevi…Entre ellos puede acechar el peligro. Sin embargo no hemos sentido la intromisión del ojo que te vigila. Aunque sin duda está ahí. Oportuno e imperceptible. Doble mérito para quienes salvaguardan la ciudad. Igual debe pensar un turista que pasa junto a nosotros y sin venir al caso le esboza una sonrisa agradecida a un policía.

Una vez en marcha, nuevamente, de repente perdemos la orientación. Cucú mete la mano en el bolso en busca de su iPhone para consultar el mapa, y en tres segundos se le paraliza la circulación.

—Lo he perdido—me dice, pálida.

¿Dónde? ¿Cuándo? No sabemos. Y tiene sentido suponer que dadas las circunstancias —y el objeto— las probabilidades de recuperarlo son nulas. Con un atisbo de esperanza, llamo al número. Solo dos timbrazos y al otro lado de la línea me responde la voz de un fulano: «Pronto». Se llama Fabio y enseguida logro entenderlo. Está cerca y ansioso por devolver el iPhone a su propietaria, que lo había dejado caer inadvertidamente sobre el asiento de piedra en la Via Imperiali. En un santiamén desandamos la ruta como velocistas, hasta toparnos con Fabio y dos carabineros. Los tres con cara de pascua. Como si fuesen ellos los afortunados. Hay abrazos y estrechones de mano. Luego la fotografía de rigor, las lágrimas de Cucú y el reconocimiento expreso del comandante de la gendarmería: «Gracias, Fabio». Es el instante del adiós, y como si nos conocieran de toda la vida se despiden con un «Ciao», los tres. La sonrisa de Fabio irradia el mensaje: Roma está en buenas manos. Los turistas también.

Publicado en El Nuevo Herald, 12 de noviembre, 2016.

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