Nadie se imagina la cantidad de enemigos que tiene a veces sin haberles visto nunca la cara ni conocer su nombre. Quizá por la chica que una vez enamoraste y te correspondió, el elogio que te hizo en público alguien agradecido, porque eres bueno en lo que haces, gozas de resplandor propio o porque simplemente a los pantalones que llevas les sabes dar mejor uso que ellos y eso no te lo perdonan. Los envidiosos son un despreciable tipo de congéneres que pueblan el planeta desde tiempo ha. La obsesión que los ciega es definida de manera dual por la Real Academia Española como el “deseo de algo que no se posee” y la “tristeza o pesar del bien ajeno”, una indulgente enunciación que no alcanza a retratarles genio y figura. Porque hay que ver de lo que son capaces cuando de pronto, en lo más íntimo, sienten que son menos frente a los que son más.

Hace años en estas mismas páginas, inspirado en las pedanterías de un conductor de televisión, les dediqué una columna a los magníficos, esos personajes de la vida real que se creen infalibles, que menosprecian a cuantos tienen al lado, que no tienen amigos sino admiradores, que adoran escucharse a sí mismos, que tienen una particular debilidad por la imagen pública y prosperan como la hierba mala en el mundo de la pantalla, que está hecho a su medida y semejanza. Pues los envidiosos son magníficos introvertidos. No siempre exteriorizan la grandeza que se atribuyen en lo más oscuro de su ignorancia. Pero como se creen superiores y no lo son, llegado un momento se les desborda la ira que van acumulando al ver que el éxito no les pertenece. La lógica paranoica de los envidiosos es lineal: no están dotados ni de sesos ni de manos para edificar, y odian lo que los demás construyen en tanto no han sido ellos los autores.

Los católicos siguen encasillando la envidia entre los siete pecados capitales, y a diferencia de la petulancia de los magníficos, la ruindad de los envidiosos ha tocado tanto a príncipes como a mendigos. Sus practicantes no se han circunscrito a un período histórico. Los envidiosos figuran en la Biblia, encarnados en Caín. El flamenco Rubens y el francés Poussin les dieron color en sus cuadros. Da Vinci los contrapuso a la virtud; el empírico Bacon los tildó de gusanos roedores del mérito, y en la Divina Comedia, Dante les cosió los ojos como castigo por regodearse con las desgracias ajenas. Una fábula los retrata para la posteridad: la serpiente que quería comerse a la luciérnaga no porque le apeteciera sino solo porque brillaba. Los envidiosos son los protagonistas del mal de ojo del que tanto nos previnieron nuestras abuelas. Y a medida que el mundo se ha hecho más competitivo, se han propagado con tanta fuerza que no basta un vademécum para enumerarlos. Haría falta una enciclopedia planetaria.

Da lo mismo la religión que profesen que sus preferencias políticas. Los hay en todos los oficios y profesiones. Y pueden nombrarse de mil maneras: Jorge, Matilde… Humberto –a imagen de un personaje que merodea en el medio–, y hasta llevar el patronímico de ilustres atenienses: Sócrates, Fidias o Alcibíades. En fin, que de la familia que vengan es lo de menos. Lo que los distingue entre los de su sangre es que se vuelven posesos. Son devotos de la malignidad. Envidian los bienes materiales, el prestigio, la posición social, el dinero, el poder, el reconocimiento público, y pueden llegar a odiarte también porque no tienes riquezas y disfrutas tu pobreza con elegancia. Vileza y envidia van juntas de la mano. Y detrás de ellas hay siempre un mediocre.

Los psiquiatras les endilgan un complejo de inferioridad. Pero un envidioso en el camino puede ser tan letal como el recado de un terrorista. La diferencia es que se sabe que éste te va a obsequiar un sudario de balas porque te lo ha advertido. Aquel te pone minas subrepticias, difama en las sombras. Su baja ralea lo lleva a propinar puñaladas sin dar la cara y a enmascararse con la sonrisa de una amistad y una cordialidad que no te profesa. ¿Qué usted es uno de ellos… que tuvo la osadía de leerse esta columna y se deleita creyendo que pasa inadvertido? Vamos, no viva tan confiado. Los envidiosos se retratan solos.

Publicado en El Nuevo Herald, 5 de abril, 2014.

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