(Columna publicada: 17 de febrero, 2018) – Si los pronósticos de mi amigo Alfre se cumplen, de esta no se salvan de aprender mandarín ni los suecos. La razón es muy simple: los chinos están aquí, en todos lados, y como dice el aserto: han venido para quedarse. El móvil ese que usted usa ahora probablemente sea hecho por ellos; también el televisor, el microondas, la computadora, el abrigo, el paraguas, el reloj, el pantalón, las pantuflas… En nuestros días, ¿qué no está hecho en China?

Los chinos beben capitalismo con mano de hierro por dosis, en cucharadas. En poco más de tres décadas se tragaron industrias estadounidenses, australianas, británicas, alemanas, japonesas y de otras naciones desarrolladas, llevándoselas a casa. Y de mansos no tienen ni un pelo. Cuentan con misiles balísticos intercontinentales que cruzan de un lado al otro del globo en 30 minutos, tienen su propia versión de aviones de combate indetectables, casi tantos navíos de guerra y submarinos como EEUU, y dos millones de hombres permanentemente sobre las armas.

La marea china ya no es roja sino meramente amarilla. Están a la vanguardia del comercio y ya son la segunda economía mundial. Dejaron atrás a Alemania en 2008, a Japón, dos años después, y ahora ni combinados esos dos países los superan. Poseen la red ferroviaria de alta velocidad —con trenes propios— más grande que existe, tienen una pujante industria aeronáutica y encabezan la producción en muchos renglones: ordenadores (90%); bombillas (80); aires acondicionados (80); teléfonos móviles (70); calzado (63). Y el cálculo nunca será exacto, porque algunas marcas occidentales hacen firmar a los productores chinos acuerdos de confidencialidad para que la gente no sepa donde se fabrican.

Con la bonachona sonrisa que los caracteriza ya suman casi la quinta parte de la población del planeta, y se expanden por el mundo. Llevan años edificando instalaciones portuarias, carreteras, líneas ferroviarias y centros comerciales en Asia, Europa, África y Oriente Medio. Es la Nueva Ruta de la Seda, un ambicioso proyecto mediante el que Pekín teje una gigantesca red económica bajo su control. En Afganistán, explotan la mayor mina de cobre y en Yibuti, un árido y casi imperceptible país del Cuerno Africano, construyen un puerto y una zona de libre comercio monumentales, a la vista de una de las rutas marítimas de mayor trafico comercial, por la que pasan decenas de tanqueros y mercantes con petróleo y mercancías diariamente rumbo al Canal de Suez y Europa.

Hace siglos que los chinos inventaron la pólvora, la brújula, la imprenta, el papel. Ahora quieren reinventar el turismo, invadiendo el mundo en dóciles, curiosas y disciplinadas oleadas. Y no parecen darse por vencidos. También han revolucionado el comercio electrónico, tienen hasta su propio Amazon (el gigante asiático Alibaba), y sus hackers son tan diestros y escurridizos como los que más. Por no dejar de innovar han desacreditado hasta viejas creencias populares. Y ahora los cuentos chinos no sirven para engañar a nadie. La gente, con razón, se los cree.

La firma de servicios financieros suiza UBS asegura que China gradúa más ingenieros, científicos, tecnólogos y matemáticos que nosotros, y a la vuelta de solo un año superará las inversiones que destinamos a desarrollo e investigación. El historiador y experto en sudeste asiático Alfred McCoy cree que para el 2030 habrá superado a EEUU económica y militarmente, poniendo fin a la era de “paz americana” que impera en el mundo desde la Segunda Guerra.

A mi amigo Alfre, que se considera un ciudadano del mundo, nada de eso le preocupa. Tampoco que esta columna, que les juro que no ha sido escrita por un chino, sea mi última para el Nuevo Herald. Todo está bien, me dice, siempre que no le pase como al hombre del cuento, que llevó al hijo al doctor porque a los tres meses no abría los ojos. El médico lo observó, movió la cabeza a un lado y a otro, y le dijo: Señor, el que tiene que abrir los ojos es usted. Este niño es chino.

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