(Columna publicada: 20 de enero, 2018) – “Apúrate, judío”. La mujer lo conminó en tono despectivo antes de cruzar otras palabras con él y luego agredirlo, partiéndole la cabeza. El hecho no ocurrió en ningún país asediado por la guerra, donde la vida vale menos que un comino. No fue en Afganistán, Nigeria, Yemen, Siria, Somalia… ni en ningún otro lugar donde la muerte anda de caza y sin aviso, tarde, noche y día. Recién sucedió aquí en un distinguido restaurante del Upper East Side de Nueva York. El atacado: un abogado que cenaba con su familia. La acusada: Jacqueline Kent Cooke, una millonaria de la alta sociedad neoyorquina que perdió los estribos —y al parecer hace rato el buen juicio—, y le estrelló en la cabeza al judío su Lulu Guinnes de acrílico, un modelito de cartera con mucha demanda entre las señoras adscritas al ramo de las que por su dinero se creen todopoderosas.

Así el asunto, si llega a comprobarse que la dama pronunció la frase de agravio con intenciones aviesas —lo que ella niega— puede ser llevada ante un tribunal y juzgársele por un crimen de odio, un delito serio penalizado por la ley. A lo que voy: si el incidente tuvo por escenario una zona tan exclusiva y cosmopolita de Nueva York, por excelencia una ciudad diversa, imaginen lo que puede pasar en otros sitios de menos categoría. Está demostrado que para los racistas no existen barreras. Y lo confirma que el año pasado, solamente en enero, se registraron 48 amenazas de bomba a centros comunitarios hebreos del país. En el verano, la violencia desatada por supremacistas blancos en Charlottesville, Virginia, que supuestamente protestaban por la remoción de monumentos confederados, ocasionó un muerto y más de 30 heridos.

Durante la marcha, amenizada por célebres consignas nazis, uno de los manifestantes dijo a una reportera de Vice News que la ciudad estaba dirigida “por comunistas judíos y negros criminales“, poniendo al descubierto el oscuro y solapado motivo de la demostración: la aversion racial, un sentimiento que hoy en día no es tan marginal como hay quien piensa. Hace un siglo, el judío Leo Frank fue linchado en Georgia tras hallársele injustamente culpable de asesinato. El suceso dio vida a un movimiento contra la intolerancia y el antisemitismo del que surgió la Liga Contra la Difamación. Pero también marcó el resurgir del Ku Klux Klan, que celebró el linchamiento como un triunfo. Desde entonces el rechazo a los judíos en el país acecha enmascarado en las sombras.

En Europa ni se diga. El panorama es en extremo sobrecogedor. Los alemanes, que dieron pasos extraordinarios tras el fin de la segunda guerra para prevenir el antisemitismo, han visto crecer en su país la virulencia contra los judíos. En el Reino Unido hubo un número record de ataques antisemitas el año pasado. Y en Francia, este mes fue incendiado cerca de París un supermercado de productos kosher, y tres días más tarde, en Sarcelles, un racista acuchilló en la cara a una adolescente judía.

Toda manifestación de odio por el color de la piel, etnia o creencia religiosa es en igual medida detestable y merecedora del más duro escarmiento, sea contra musulmanes, católicos, negros o miembros de una minoría. Sin embargo, los judíos han sido víctimas de la persecución y animadversión más antiguas en la historia de la humanidad. Han sido más de dos milenios de diáspora, segregación, escarnios y ultrajes hasta los pogromos y el exterminio, con el Holocausto. Sobran motivos para no querer olvidar. Y también razones para no poder hacerlo, porque los peligros no han desaparecido. Los ultranacionalismos y duendes de la “pureza racial” no han muerto. Los fantasmas de ayer son los mismos de hoy.

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