(Columna publicada: 11 de noviembre, 2017) – Sé que es difícil, y que por mucho que escriba en esta página nada cambiará. Los malos gobiernos seguirán hundiendo a la gente en el lodo. Los buenos —cada vez más escasos— salvando de la hambruna, las injusticias y las guerras a todo el que puedan. Y los políticos, como es ya habitual, medrando. O al menos —para ser justos— nueve de cada diez. Con partidarios fijos, que aplauden por dogmáticos, ignorantes o en beneficio particular. Aunque en los últimos años el margen de filiación se les ha ido reduciendo y, según muchísimas encuestas, son más y más los que opinan que lo único que se ha conseguido en Washington con eficacia es ensanchar la brecha entre los ricos y los demás.

El modo de pensar de la gente nunca ha dejado —ni dejará— de estar dividido. Hay quienes estiman que el Tío Sam ha hecho más de la cuenta por sus ciudadanos, mientras otros consideran que los servicios sociales que se prestan son pocos y demasiado selectivos. El cliché, al igual que en la mayoría de las democracias clásicas, ha sido la alternancia de dos grandes partidos como portavoces del bien común. Uno defensor de los intereses de los dueños de negocios y clases altas, la gente de “cuello blanco”. Y otro representante de los de “cuello azul”: obreros, sindicatos, empleados, mujeres y minorías marginadas siempre en espera de que los proteja un Robin Hood.

Esa bipartición es ya una utopía. La línea divisoria del dinero entre republicanos y demócratas, si alguna vez la hubo, hace rato se esfumó. Acaudalados y demonios hacen hoy causa común en ambos bandos políticos y nadie que se respete avala el viejo estereotipo de que unos son del partido de los ricos y los otros del de los pobres. Algunas de las voces más honestas entre los propios demócratas admiten que el concepto es obsoleto y que el partido se ha desconectado de las mentes y corazones del país. Al primero que culpan es a Bill Clinton por haber embaucado al país con la idea de un libre comercio que en lugar de incentivar las manufacturas propició la pérdida de un millón de puestos de trabajo, y además por derogar la ley Glass-Steagall (que ponía freno a los excesos de la gran banca) lo que condujo a la Recesión de 2008. Luego ya se sabe. El partido presuntamente defensor de los desheredados consolidó una era de políticas sociales sumamente fraternas con el poder de las corporaciones.

Pero la gran bofetada ética se la acaba de dar a los puritanos de la política la excandidata presidencial Hillary Clinton, después de que la expresidenta del Comité Nacional Demócrata Donna Brazile revelara en un libro la existencia de un acuerdo secreto entre la dama y la cúpula del partido que confirma las sospechas de los seguidores de Bernie Sanders de que ambas partes se coludieron para bloquearle el año pasado al senador la nominación demócrata a la Casa Blanca. Una raya más para el tigre. Según el pacto, suscrito en agosto de 2015, a cambio de ayudar al Comité a recaudar fondos (léase echarle al cofre millones de dólares), Clinton obtuvo un enorme control del aparato partidista. El dinero al mando. Y no será ilegal —alegan los jurisconsultos— aunque se pasa de ruin e inmoral.

Lo bueno de todo —siendo optimistas— es que en lo adelante la señora no podrá seguir haciendo como la gatita de María Ramos, tirando la piedra y escondiendo la mano. Ni podrá implorarle al universo de sus admiradores que siga creyendo ciegamente en ella. Para cualquier persona decente o con más de dos dedos de frente sería mucho pedir.

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