(Columna publicada: 30 de septiembre, 2017) – A veces me pregunto si de verdad se puede ser tan tonto. Creerse todo lo que nos dicen o sucumbir a cuanta oferta para hacernos ricos nos ponen en las narices. La última vez fue hace un par de días, cuando recibí en el correo —quién no— una de esas postales como caídas del cielo que te anuncian que figuras entre los agraciados de un pleito legal público, y que como cebo de anzuelo te informan que puedes reclamar tu parte de un opulento botín, todo cuidadosamente dicho. Porque te salió defectuoso el televisor, se te reventó un neumático del automóvil o la publicidad de una medicina exageró sus facultades curativas. Primer gancho: usted puede tener derecho a beneficios por el pago de una demanda colectiva. Segundo señuelo: usted tiene la opción de participar de un fondo de liquidación de equis millones de dólares. Tercer caramelo: todo ese dinero será empleado en hacer pagos en efectivo a los demandantes, entre ellos usted… ¡Bingo!, dicen para sí los ilusos, que de inmediato se ven nadando en billetes de a cien.

El orden de los factores y el espejismo de figurarse acaudalados de la noche a la mañana les impide reflexionar con detenimiento en las líneas que cuelgan, y que detallan que el dinero también servirá para remunerar a los abogados y cubrir costos administrativos. Esa es la parte del león, que explica por qué Estados Unidos ostenta el sistema legal más caro del planeta con costos que duplican los del Reino Unido, triplican los de Francia y son cinco veces mayores que los de Japón. Según estimados de Court Statistics Project, todos los años los tribunales tramitan 19 millones de demandas civiles con un costo global que fluctúa entre los 200 y los 250 mil millones de dólares. Solamente las quinientas corporaciones más grandes del país gastan en litigios unos 210 mil millones de dólares anuales. Y los pequeños negocios más de 100 mil millones.

La adicción a las demandas es rampante en el país, movida por el hecho de que la administración de justicia se ha convertido en un negocio muy fértil en buena medida para los litigantes, cuyo propósito no es llevar el caso a juicio sino negociar arreglos judiciales con los demandados y asegurarse una buena tajada del pastel. Después de analizar 148 de estos pleitos, ninguno de los cuales fue ventilado en juicio, un estudio hecho por el Instituto para una Reforma Legal concluyó que quienes participan en estas demandas colectivas reciben muy poco o nada de dinero. Una muestra: de los $1,200 millones que la Toyota aceptó pagar como compensación por sus vehículos que se aceleraban solos, los perjudicados recibieron cupones por valor de menos de $125. El resto de la plata se utilizó para cubrir gastos judiciales y pagar a los abogados más de $200 millones.

Los ejemplos abundan. Al cabo de seis años de litigio por problemas con un software, la Sony aceptó pagar hasta $55 a unos diez millones de propietarios de un modelo de PlayStation. El abogado que maquinó la demanda recibió más de dos millones de dólares. La arquitectura legal del país les permite a los letrados más pícaros aprovecharse de la menor refriega para convertírsela en un Waterloo a los demandados. Existe hasta un boletín informativo digital (topclassactions) para difundir cuanta noticia u “oportunidad de negocio” haya en materia de demandas colectivas. Es toda una industria. Floreciente e inescrupulosa.

Uno de cada tres dueños de pequeñas empresas asegura haber sido demandado o amenazado con un pleito. La mayoría de ellos admite que los gastos legales terminan pagándolos los consumidores, con precios más altos, o los trabajadores, con la pérdida de empleos y beneficios. En otras palabras, en todo este cuento las víctimas, los perdedores, somos usted y yo. Porque la demoledora burocracia contenciosa, buitres judiciales incluidos, siempre lleva las de ganar.

Pin It on Pinterest

Share This