(Columna publicada: 19 de agosto, 2017) – Podría considerarse que Ricardo es un tipo con suerte. Pero no. Lo que le sobra es voluntad. Hace un cuarto de siglo llegó a este país como refugiado con menos de veinte dólares en el bolsillo, un título universitario y una década de ejercicio como cirujano de aval. En su país era un profesional reputado. Pero aquí no era más que un extranjero desconocido. Demoró años en revalidar su título de médico «Fue un camino largo, arduo y lleno de tropiezos», me dijo, tocado por dos momentos memorables, el más feliz cuando le otorgaron la licencia; el más amargo cuando se topó en un hospital al exjefe de su vieja cátedra de cirugía, el hombre de quien había aprendido todos los secretos de la profesión, un especialista emérito trabajando ahora como asistente de enfermería, muy a destiempo —ya entrado en los sesenta— para volver a las aulas.

La anécdota de Ricardo no está fuera de época. Puede ser todavía la de Esteban, Amir o Hui Ying. Y es el caso de Layla Sulaiman, una médica iraquí de 51 años que pidió refugio a Naciones Unidas y sin elegir destino la trajeron a EE.UU. En Canadá o Australia hubiese sido mucho más fácil ejercer su carrera. Supe de su odisea en un reportaje publicado la semana pasada por CNN y titulado Por qué los doctores refugiados se convierten en choferes de taxi. Sin mencionar otros sinsabores, Layla ya ha invertido más de $5 mil dólares en exámenes para convalidar su título. En 2015 y 2016 solicitó cupo como residente en algún hospital o clínica para poder licenciarse. Hasta hoy ni siquiera le han concedido una entrevista.

Son muchos los refugiados e inmigrantes que enfrentan barreras para ejercer aquí como médicos y se ven forzados a ganarse la vida en trabajos de baja calificación: taxistas, mozos en restaurantes, empleados de supermercados… Según el Instituto de Política Migratoria, los afectados dejan de percibir al año $39 mil millones de dólares en salarios, lo que representa que los gobiernos federal, estatales y locales dejen de recaudar más de $10 mil millones en impuestos. La gran ironía es que en el país hay varios miles más de vacantes disponibles para residentes médicos que las que se cubren con estudiantes colegiados en universidades nacionales. Y la proporción de los que son aceptados es mayor entre los nativos (94%) que entre los de origen extranjero (poco más de 50%).

Para el doctor José Ramón Fernández-Peña, profesor de la Universidad Estatal de San Francisco, el desperdicio del talento de los que se gradúan fuera de EE.UU es verdaderamente «abominable». Aunque siempre hay quien defiende las trabas como garantía de que los servicios de salud tengan una óptima calidad. Uno de ellos es Humayun Chaudhry, presidente de la Federación de Juntas Médicas Estatales, para quien la misión primordial es que solo individuos «enteramente calificados» ejerzan la profesión. Como si fuésemos los únicos en poder formarlos. Lo paradójico es que un estudio de la Asociación de Colegios Médicos Americanos (ACMA) vaticina que dentro de poco más de una década habrá un déficit de entre 41 mil y 105 mil facultativos en el país.

Lo cierto es que muchos de esos médicos provenientes de otros países aventajan en pericia a sus colegas americanos. Tienen una experiencia clínica que, según Atul Grover, vicepresidente ejecutivo de la ACMA, «jamás tendremos porque ellos nunca dependieron (como nosotros) de toda nuestra tecnología». Y ese es precisamente el problema. Siempre es mucho mejor que te ponga el ojo y la mano encima un doctor de puntería que te metan en una cápsula magnética, un artefacto, en fin, y sea este el que determine fríamente el diagnóstico. ¿O exagero?

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