(Columna publicada: 8 de julio, 2017) – Hace décadas que el país subsiste para la guerra. Antes que el pan, las armas. La población en pleno ve pasar los años sujeta al mandato de un despiadado gobernante, para quien solo cuenta la opresión, avasalladora y tiránica. Primero fue así con el abuelo y luego con el padre. Pero ahora con el nieto, Kim Jong Un, la belicosidad desborda el paroxismo. Al otro lado de la frontera, en la parte meridional de la Península, los coreanos del sur han aprendido a vivir bajo la permanente amenaza del apocalipsis. De manera rutinaria, las sirenas se dejan escuchar en Seúl. Esta vez el ataque podría ser real. En consecuencia, todo se paraliza. Agentes de la defensa civil se apostan en las intersecciones de mayor tráfico, y voluntarios guían a los transeúntes hacia el refugio más cercano.

Los detalles de lo que en verdad podría ocurrir se reducen a meras conjeturas. Aunque a grandes rasgos podríamos presumirlo así: antes de que Corea del Norte ataque, el sur tendría que eliminar con sus defensas antiaéreas los sitios de lanzamiento de misiles de su oponente y eludir así un golpe devastador contra Seúl y sus alrededores, donde habitan unos 25 millones de personas —la mitad de la población del país— a solo una treintena de millas al sur del paralelo 38, sembrado de torres de vigilancia, miles de cañones e infinitas alambradas de púas. Según estudiosos del tema, los tiempos en que el régimen de Pyongyang esgrimía el hacha de la guerra solo para obtener concesiones económicas son cosa del pasado. Kim Jong Un, dicen, parece dispuesto a librar una guerra que lo afinque en el poder, aterrorizando a naciones vecinas, incluida Japón.

Más de una vez el dictador amenazó con llevar a cabo un ataque nuclear contra EEUU, aunque siempre se puso en duda su capacidad técnica para hacerlo. Sin embargo, esta semana el régimen dijo haber probado con éxito su primer cohete balístico intercontinental, después de haber disparado desde febrero pasado otros once de corto y mediano alcance para perfeccionar los lanzamientos. Y efectuado el año pasado dos detonaciones nucleares, la última, en setiembre, la más potente en toda su historia. Según Corea del Norte, ahora es un “poderoso estado nuclear” capaz de atacar “cualquier lugar en la Tierra”. ¿Retórica? ¿Bluf? ¿Propaganda intimidatoria? Tal vez sí. Quizás no. El problema es en que con un gobierno tan enigmático, despiadado, extremista e impredecible no hay certidumbre que valga.

El disparo del misil prefigura una nueva ronda de sanciones internacionales. Pero el de Pyongyang es ya el régimen más penalizado del planeta. Sin resultado. Por lo que el ambiente se ha ido tensando entre las grandes potencias mundiales. EEUU ha asegurado que una Corea del Norte con misiles balísticos intercontinentales que puedan portar cabezas nucleares es algo que “no sucederá”. La flota estadounidense ha nutrido su fuerza en las aguas próximas a la Península. Y Rusia ha advertido que Washington tomaría “un camino muy peligroso” si decide actuar contra Kim Jong Un como lo ha hecho contra El Asad en Siria.

China, a la que unen lazos históricos y de otro tipo con Corea del Norte, ha dicho que serían “desastrosas” las consecuencias si las grandes potencias no logran hallar la forma de aliviar las tensiones en la Península, que podrían “escapar de control”. Y en esas estamos. Expuestos a que el diablo nos lleve a todos. Con Pekín receloso de una Casa Blanca con la que hace solo tres meses parecía haber pactado una luna de miel. Moscú distanciado inexorablemente de Washington. Un tirano delirante en Pyongyang que desdeña a su gran adversario. Y en la Casa Blanca un presidente a quien no le gusta perder ni al golf. Pero que por encima de todo le enfurece sentirse ninguneado.

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